sábado, 11 de julio de 2009

Lovecraft contra los zombies: segunda parte

Continuación de Lovecraft contra los zombies

El día 5 de junio recibimos un telegrama desde Buenos Aires a nombre de Howard Armitage diciendo: “Tragedia. Han muerto todos menos Izgatott y yo. Estamos volviendo en esta misma fecha”. Un mes más tarde llegaron los dos a Arkham, totalmente de incógnito. Casi con vergüenza. Se entrevistaron con el decano de la Universidad, y se resolvió que los resultados de la expedición se mantendrían en secreto. Incluso desaparecieron todas las publicaciones de la Universidad que habían mencionado la partida.

Recién al día siguiente, en la noche del seis de julio pude hablar personalmente con ellos. Me hicieron llegar una nota a mis aposentos, a manos del cuidador nocturno, Phillip Misfortune. En ella decía que nos encontraríamos en la biblioteca. Phillip me acompañó, y permaneció en la primera planta, ya que no se suponía que estuviésemos dando vueltas por la universidad de noche.

La iluminación eléctrica de la biblioteca era defectuosa. Subí hasta la tercera planta, a la oficina de Howard. Allí vi a mis amigos demacrados. Mi querido compañero Zavar había envejecido diez años, presentaba canas en la cabellera que nunca le había visto. Howard estaba encorvado, parecía un luchador romano derrotado a punto de recibir el golpe final.

—¿Qué ocurrió? —pregunté al tiempo que cerraba la puerta.

Howard fue detrás del escritorio, y se dejó caer sobre el asiento. Miré a Zavar, él esquivó la mirada. Zavar Izgatott, el que andaba siempre erguido, y miraba a los ojos de una forma que denotaba altura y liderazgo, ahora estaba derrotado. Misfortune, el cuidador de sesenta años que esperaba abajo, tenía mejor porte que él. Me entristeció, y se debió notar, por lo que dijo Howard.

—Forsker, ni se imagina usted lo que hemos visto —apenas dijo, y pareció quedarse sin palabras. Sin saber cómo decir todo lo que guardaba dentro.

—Armitage, será mejor que se lo mostremos —Agregó Zavar—. Antes de que el decano lo encierre para siempre.

Sin responder a mis ruegos de que me contaran que era lo que íbamos a ver, descendimos hasta la primera planta de la biblioteca, y allí reclutamos a Misfortune, para que nos abriese el depósito de reencuadernación del sótano.

Sobre una de las mesas había una pequeña caja de madera. Tenía manchas oscuras a cada costado. Zavar se acercó y abrió la tapa. Misfortune miraba desde fuera con curiosidad, así que Howard cerró la puerta.

—Esto, Forsker, no debes hablarlo con nadie —Me dijo Howard—. Debemos tener un pacto de secreto sobre la expedición y sobre esto que hemos traído. No puedes mencionarlo en tus estudios.

Yo miraba la caja como perro hambriento, así que Zavar me sacudió.

—Galning, amigo —me dijo, sin soltar mi hombro—. Esto es de vital importancia. Por favor. Nadie en el mundo debe conocer esto, y debemos hacer todo lo posible para que nuestros colegas de Argentina también respeten el secreto.

—¿Qué secreto? Sí, juro no hablar sobre el tema. Por favor, ya cuéntenme de una buena vez qué ha ocurrido y qué es eso.

Me acerqué a la caja. Zavar me señalaba el interior. Allí no vi más que un frasco de vidrio con algo dentro. Mi amigo se colocó un guante de cuero en la mano, y tomó el frasco. A la luz pude ver que se trataba de un trozo de carne, tal vez carne reseca.

pedro belushi

—¿Qué es?

—No lo sabemos —respondió Howard, y habré puesto alguna mueca extraña, porque dijo—: Lo que sí sabemos es lo que esto hace.

Levanté los hombros.

—Colegas, por favor. Así nos pasaremos toda la noche sin poder comunicarnos. Va a ser mejor que venzan sus reticencias y me cuenten de una vez qué ha ocurrido. ¿Han podido llegar hasta la isla?

—No —respondió Zavar, pero fue Howard quien tomó la posta:

—Un inglés nos llevó hasta la orilla del lago. Y nos mostró exactamente esto. Tenía dos frascos, uno se lo llevó consigo cuando escapó. No sabemos nada de su paradero, pero suponemos…

—Caballeros, si no van por orden, no comprenderé nada. ¿Un inglés? ¿Qué hacía allí en el medio de la zona hispánica?

—La Patagonia es cualquier cosa menos una zona con nacionalidad —Siguió Howard—. El inglés nos dijo que eso que hay allí dentro —Señaló el frasco—, son muestras de trozos de carne que los indígenas de la zona descubrieron en la isla… en unas ruinas.

—¡Lo sabía! —dije entusiasmado, en aquél momento sólo pensaba en mis teorías sobre los primigenios.

—Sí, al parecer en la isla hay ruinas, pero no llegamos a verlas —dijo, Howard, y miró a Zavar, que se había sentado, y no apartaba la vista del suelo—. Y por lo que sabemos, nadie las volverá a ver nunca. Hemos pactado con la Sociedad Científica Argentina que sean ocultadas para siempre. Si llega a repetirse lo que ocurrió a escala más grande… No, sabemos qué puede ser de nuestro mundo.

—¿Sociedad Argentina?

—Eso que ve allí, Forsker —siguió Howard—, parece ser la carne de alguna criatura. Según los indígenas, estaba dentro de un cofre metálico que les costó muchos días abrir.

Me miraron, esperando que yo sólo hiciera la asociación. No me llevó más que algunos segundos.

—El Ehiztari —dije—. ¡Las leyendas son reales!

Se confirmaba lo que yo había podido armar a fuerza de unir detalles de mitos de diversas partes del mundo. Mi rompecabezas sobre los primigenios. Era la carne del terrible Ehiztari, el cazador. La criatura que había sido la perdición de los primigenios, en la eterna lucha que llevaron a cabo los dos bandos, los basoan y medialdeko. En aquel momento sólo quise ir a ver esas ruinas, sólo pensé en poder confirmar mis suposiciones, poder probar al mundo que no se trataba de historias que se repetían una y otra vez en la mitología mundial en vano. Pero Howard me llevó a la realidad.

—Esa carne puede revivir a los muertos, Forsker. Los convierte en muertos vivos. Muertos caminantes. Vimos volver a la vida a los sesenta y seis pehuenches masacrados por los soldados argentinos.

Necesité unos segundos para asimilar lo que me acababa de decir. Yo había entrevisto en las leyendas, que las guerras entre los basoan y los medialdeko se habían peleado con tácticas de necromancia. Así habían convocado por error al Ehiztari, quien reanimaba los cuerpos muertos de sus víctimas, para que lo ayudaran en su cacería. Pero él cazaba tanto a basoan como a medialdeko, a todos los primigenios. Pero una cosa era verlo en las leyendas, y otra que mis amigos lo hubiesen vivido.

—Tenemos que probar esto —dije, tomando el frasco—, ¡podríamos comprobar todo lo que se ha dicho en leyendas sobre los primigenios!

—¡Está loco! —dijo Howard e intentó arrebatarme el frasco, pero yo lo esquivé—. Forsker, deje eso en su lugar. Usted no ha visto lo que le hace a los hombres.

—Pero podríamos probarlo en algún animal, en una rata o un gato.

—Forsker, deje eso ahí —seguía repitiendo Armitage.

—Galning, por favor, deja eso en la caja para que podamos seguir hablando —me dijo Zavar, al tiempo que se ponía de pie.

—Vamos, ¿me van a decir que no tienen curiosidad sobre cómo actúa este compuesto? Podríamos probar lo avanzada que estaba la ciencia hace millones de años, cuando los primigenios rondaban nuestro planeta.

—¡No necesitamos pruebas! —gritó Armitage—, lo vimos con nuestros ojos, Forsker. Deje eso ahí, por… por… agg.

Howard se tomó el brazo izquierdo, y le costaba respirar. Dejé el frasco en la mesa, y llegamos a tiempo con Zavar para atajarlo antes que cayera al suelo.

—Howard, ¿qué pasa?

—El corazón… —llegó a decir.

—¡Phillip! —gritó Zavar, y el cuidador entró como tromba, seguramente curioso por saber qué estaba sucediendo con tantos gritos.

Levantamos a Armitage entre los tres y lo recostamos en una de las mesas de encuadernación. Pero nomás apoyarlo salieron unos extraños ruidos de su boca, y dejó de respirar. Intentamos reanimarlo moviéndolo, y con golpes en el rosto, pero nada. Yo no tuve problema en apoyar mi oreja sobre su pecho. Estaba en silencio, inactivo. Howard Armitage había muerto de un ataque al corazón, y todo había sido mi culpa.

—¿Está muerto? —preguntó Misfortune. Tanto Zavar como yo asentimos con la cabeza.

Me senté en una silla cercana. No podía creer lo que había hecho por pecar de sobre entusiasmo. Zavar no despegaba los ojos de Howard, con el rostro entre triste y sorprendido.

—¿Qué vamos a hacer, llamo a un médico? —dijo el cuidador.

Zavar me miró, y luego a Misfortune. Comprendí que quería decir algo que el cuidador no debía escuchar.

—Philip, ¿puede esperarnos afuera unos minutos? —le pedí. El cuidador, que se había quitado el gorro, retrocedió marcha atrás hasta salir de la habitación. Cerré la puerta tras él.

—Galning… esto es terrible.

—Lo sé, era un buen hombre. Fue todo mi culpa. No tendré problema en admitirlo, si…

—No —me interrumpió—, no comprendes. Tengo miedo. Hay que atarlo.

—¿Para qué?

Zavar me tomó por los hombros y me sacudió.

—Galning, no entiendes todavía por lo que hemos pasado. Esto es un desastre. Puede ser que estemos infectados. Los científicos argentinos creen que… Esto… Podríamos tener encima lo que sea que ese Ehiztari haya esparcido. Esa carne —me soltó y señaló el frasco—. Galning, ¿no comprendes?

—¿Estamos hablando de bacterias, Zavar? ¿Crees que se trata de una enfermedad?

—Los científicos argentinos le han dado una explicación científica y racional al problema, lo han alejado de la magia de las leyendas, de la necromancia. Es pura ciencia, Galning. Y si los indígenas no se han podido sacar de encima esta enfermedad, ¿entonces como sé que nosotros no la tenemos?

—Pero, por lo que entendí sólo afecta a los muertos.

Ambos clavamos la mirada en el cuerpo sin vida de Armitage.

—Lo llamo a Philip —dijo Zavar—. Debemos asegurar a Howard, por las dudas que vaya a despertar.

—¿Qué sucedería si despertase? ¿Cómo despertaron esos indígenas?

—No quieres saberlo, Galning.

—¡Vamos! Ya tuvimos suficiente oscurantismo, por culpa de esto es que me he sobre entusiasmado y he causado la muerte de Howard. Ya dime lo que ha sucedido.

—No se despiertan como seres humanos. Apenas si parecen conservar un atisbo de vida, y ese atisbo es sólo la sensación de hambre. Se volvieron caníbales, ¡atacaban a los soldados! Hubo que hacer una gran hoguera con todos ellos, y con los soldados muertos. Sólo el fuego o un disparo a la cabeza los mataba para siempre.

—Tienen que ser bacterias que trabajan en el cerebro.

—¡Philip! —gritó mi amigo. El cuidador entró, tenía el rostro blanco. Algo había escuchado, sin duda—. Ayúdanos a… a cubrir al doctor Armitage.

Permanecí a un lado de la puerta mientras Philip buscaba una lona fuera. Cuando entró, Zavar lo ayudó a desplegar la lona, que soltó una gran polvareda. Entre la nube de tierra vi cómo los ojos de Armitage se abrían, y su rostro se giraba mirando la mano del cuidador que se acercaba a él con una punta de la lona. Mi boca no obedeció, permanecí duro sin poder hacer nada. El terror se había apoderado de mí.

Vi cómo el que había sido uno de los hombres más sabios de la nación, estiraba su cuello y mordía de forma salvaje la mano de Misfortune. Tan fuerte que a pesar de que el cuidador la retiró enseguida, un trozo de carne quedó entre los dientes del cadáver de Armitage, quien lo masticó y tragó.

—¡Galning! ¡Ayúdame! —gritó Zavar. Philip daba alaridos de dolor y se había replegado contra la pared cercana a la puerta.

Logré destrabarme y corrí a tomar la lona, pero no pudimos sujetar a Howard que, a pesar de estar muerto, seguía teniendo fuerza. Vi cómo Zavar desesperaba mirando para todos lados, buscando algo con qué atacar a Armitage. Yo no supe que hacer, y me replegué junto a Philip.

Armitaje parecía tener ojos sólo para el cuidador, miraba fijo su mano. No coordinaba bien los miembros, por lo que cayó al suelo al intentar bajar de la mesa. Aproveché para patearlo, pero casi me atrapa la pierna, así que me alejé y el cadáver viviente se levantó de a poco. Zavar estaba en la otra punta del cuarto, buscando algo.

Philip no dejaba de gritar, pero estaba petrificado al lado mío. El muerto vivo estaba apenas a tres pasos nuestro, y los sorteó de una forma espasmódica que nos aterrorizó más todavía. Caminaba con la boca abierta, gimiendo. Estiró los brazos intentando tomarnos, y allí fue que junté fuerzas y corrí a la otra punta del cuarto. Philip no hizo a tiempo y lo que había sido Howard lo atrapó y le mordió el cuello repetidas veces. Luego de la última, salió un chorro de sangre por un costado de la boca del gran bibliotecario.

Entonces vi que Zavar cruzó corriendo el cuarto, pensé que huiría por la puerta que estaba junto al caníbal, pero llevaba una larga cuchilla de encuadernador en las manos, que incrustó en el cráneo de Armitage casi hasta la altura de los ojos.

Yo junté valor, y tomé al muerto vivo de la ropa y lo revolé contra el suelo. Parecía estar… agonizando. Zavar retiró la cuchilla con dificultad, y la volvió a incrustar en el cráneo, esta vez casi cortándolo a la mitad. Armitage dejó de moverse.

Tanto Zavar y yo estábamos tan absortos con el espectáculo de un muerto muriendo por segunda vez, que nos olvidamos de Philip. Cuando lo recordé vi que estaba en el suelo, desangrándose, pero inmóvil.

Nos acercamos y notamos que el pobre cuidador había muerto. Sin siquiera meditarlo, Zavar tomó la cuchilla de la cabeza de Armitage, y la clavó por tres veces en el calvo cráneo de Philip Misfortune. No pude evitar reflexionar sobre lo acorde de su apellido, cuando sólo una desgracia había hecho que este pobre hombre estuviese aquí, y no en la garita que deba al patio de la universidad.

Mi amigo lucía como un soldado que ha pasado días enteros en el campo de batalla. La lujuria se reflejaba en sus ojos, que no parecían mirar a nada, sino hacia dentro.

—¿Qué vamos a hacer, Zavar?

No me respondió. Soltó la cuchilla, todavía clavada en el cráneo del cuidador. Se miró las manos ensangrentadas, y retrocedió dos pasos. Negaba con la cabeza, pero nada decía.

—Zavar, tenemos que hacer algo. Llamar a la policía, al decano, a alguien.

Mi amigo continuaba mirando fijo al cuidador, mientras negaba con la cabeza. Me acerqué y lo sacudí por los hombros.

—Esto… Galning. Es un desastre —dijo—. Yo… pasamos por el cementerio de camino hacia aquí, mira si… estas bacterias o enfermedad o lo que sea, no sabemos cómo actúa. ¿Y si se levantan los muertos? —dijo al tiempo que me miraba fijo a los ojos.

—Creo que debemos llamar al decano.

Zavar asintió.

Entre los dos apilamos los dos cuerpos junto a una de las mesas. Tomamos el juego de llaves de Philip, y cerramos el cuarto de encuadernación. Acordamos en que Zavar esperaría en la puerta de la biblioteca mientras yo iba a buscar al decano. Pero cuando volvimos, él ya no estaba. Nunca más volví a ver a mi amigo Zavar Izgatott.

El decano no pareció horrorizarse al ver a los dos cuerpos, incluso retiró la cuchilla del cráneo de Misfortune sin mostrar asco.

—Hoy me llegó un telegrama —dijo mientras depositaba la cuchilla ensangrentada sobre una mesa—. Es de la Sociedad Científica Argentina. Debe haberles costado una fortuna, ya que son dos páginas con instrucciones para lidiar con quienes estuvieron en la expedición, y con lo que han traído de la Patagonia.

Me miró fijo, me tomó por un hombro y me sacó de la habitación. Luego cerró con llave.

—Aquí no ha pasado nada, Forsker. Jamás podrá hablar de esto en ni en público, ni en privado. ¿Entendió? —yo asentí—. No sé si se da cuenta que la humanidad entera podría perecer si este mal del Ehiztari se esparce. Al parecer es una enfermedad infecciosa. Y hay que lidiar como con la peste. Deberemos quemar todo, y nosotros mismos quemar nuestras ropas, y darnos un baño profundo. Pero me refiero a bien profundo. Debo verlo con mis propios ojos, Forsker.

—¿Y Zavar?

—Yo me encargaré de buscarlo y limpiarlo. No se preocupe, usted vuelva a sus primigenios, y olvídese de lo que ha sucedido hoy aquí.

Asentí. Pero como el lector se habrá dado cuenta, no cumplí mi promesa y lo he dejado por escrito. No lo haré público nunca, pero un día alguien llegará hasta aquí buscando respuestas, y espero que las encuentre.

Así termina todo. No escribió nunca nada más sobre el tema, y en sus libros ni siquiera menciona a la Patagonia. Mis averiguaciones sobre el papel de la Sociedad Científica Argentina y sobre la malhadada Expedición a la Patagonia serán material de otro capítulo. El único cabo suelto, Zavar Izgatott, no creo que lo haya sido por mucho tiempo. No se supo nunca nada de él, pero con los antecedentes del Decano de la Universidad de Miskatonic, no dudo que lo haya encontrado y silenciado para siempre.

El cementerio de Arkham fue totalmente removido en ese año de 1888, según pude descubrir. Y entre los pacientes del Asilo mental de la ciudad, ese año entró uno sin nombre. Murió pocos meses después, y su cuerpo fue donado a la Universidad de Miskatonic para experimentos. Sin duda debe haber sido el pobre Izgatott. Sobre el Decano mucho no puedo decir, ni siquiera su nombre, porque sus manos son largas y fuertes, no es hombre con el que uno pueda meterse, por más que haya muerto ya hace dieciocho años.

FIN

(Recopilado en Conspiración Zombie por Martín Cagliani)

Lovecraft contra los zombies

Autor Martín Cagliani - Ilustraciones Pedro Belushi 

(Utilizando personajes y lugares ficticios de la obra de H. P. Lovecraft)

Extracto del libro Sobre los primigenios (1922), de Santiago Achotegui:

pedro belushi

Hace seis años llegué hasta la Universidad de Miskatonic buscando el libro ¿Otra humanidad?, del noruego Galning Forsker, quien fue catedrático de folklore e historia antigua allí durante dieciocho años. La universidad poseía el manuscrito original, con partes no incluidas en la versión comercial. Fue esa misma institución la que financió su expedición de 1910 al volcán Gunung Lawu, durante la cual desapareció este excelente científico. Pero esta historia no es sobre Forsker, sino sobre un caso que pude descubrir mientras exploraba la biblioteca.

Se trata de una expedición a la Patagonia cuyos resultados fueron de vital importancia para los experimentos del doctor Herbert West, conocido como “el reanimador”. Pero esto ocurrió mucho antes que West comenzara sus estudios de medicina en Arkham. Los eventos que voy a relatar sucedieron en la noche del seis de julio de 1888, consecuencia de la trágica Expedición a la Patagonia de la Universidad de Miskatonic.

Sobre esta última, les citaré un extracto del diario personal de Zavar Izgatott, en el que cuenta de forma breve el viaje hasta la zona del desastre:

Nomás llegar a Buenos Aires, el 6 de abril de 1888, nos dimos cuenta lo anticuados que estaban nuestros datos y mapas de la región. Con alegría nos enteramos que el tren ya llegaba hasta Bahía Blanca, de forma que nuestro viaje se acortaría sobremanera. En esa región se encontraba la Fortaleza Protectora Argentina. Pudimos enterarnos en el camino que la incipiente ciudad, con unas seiscientas casas, tenía una población de lo más cosmopolita. También nos contó un francés que viajaba con nosotros, que Bahía Blanca no sólo era el fin del ferrocarril, sino también el final de la civilización.

Nuestro mapa de la región, copiado por Forsker de un libro galés de la Universidad, databa de 1862, y al parecer habían ocurrido muchos cambios y eventos históricos en la región. El gobierno local había conquistado toda la Patagonia y se había deshecho de los indígenas, dejando el camino casi desierto hasta nuestro destino. Pero esa región estaba abandonada a la buena de Dios.

En el hospedaje entramos en conversación con un comerciante inglés de lo más dispuesto. Su nombre era Charles McCarthy. Luego de casi una noche entera que pasamos en vela conversando con él, lo contratamos como guía, ya que había participado en la Campaña del Desierto, como llamaban allí la guerra entre argentinos e indígenas.

Nos llevó primero hasta una isla en medio del río Negro llamada Choele Choel. Nombre curioso, que en la lengua de los locales, los mapuches, significa espantajo de resaca, que hacía mención a las formas fantasmales que adoptan los residuos que dejan las crecidas del río. ¡Allí estuvo también Charles Darwin, en su viaje de 1833!

Nos reaprovisionamos en un pequeño pueblito de la isla, y seguimos el curso de los ríos, que era el camino más seguro, según McCarthy.

Nuestra idea, como lo había planeado Forsker, era llegar hasta la zona del lago conocido como Nahuel Huapí. El primer lugar a explorar, según los estudios de Forsker, era una isla de ese lago donde creía que había existido un punto telúrico durante los tiempos de los primigenios. Seguramente allí habría algún resto arquitectónico de esa antigua raza.

Pero desde la llegada al lago ya no pudimos confiar en McCarthy. Descubrimos pequeños engaños que nos hacía, y cuando entramos en contacto con indígenas de la zona a orillas del lago, ya no sabíamos si realizaba una buena traducción, o si estaba planeando algo. Fue una noche, luego del primer encuentro con los locales, los pehuenches, en que McCarthy nos mostró algo que un chamán de la zona le había dado. Según dijo lo había conseguido en la isla a la cual nos dirigíamos. No le creímos.

No existe más información de primera mano sobre la Expedición a la Patagonia de la Universidad de Miskatonic. Lo poco que se puede saber sobre esa aventura científica, lo sabemos por los escritos de Forsker, y por los documentos que él guardó en su colección personal. Nada de esto se ha publicado. El extracto que acabamos de leer es una hoja arrancada que está adosada a un manuscrito del mismo Forsker titulado “Evidencias de la Patagonia – Ciudad de los Césares”.

El manuscrito es muy desprolijo, seguramente notas que luego arreglaría. Pero lo que se rescata es que Forsker suponía que los primigenios habían dejado una especie de altares en diversas partes del mundo, que según él , se superponían con puntos telúricos. Como él creía que los puntos telúricos no permanecen en un sitio fijo más que algunos siglos, era muy complicado descubrir donde estaban esos altares. Justamente la meta de su vida era investigar, en cuanto documento caía en sus manos, la posible existencia de ruinas antiquísimas en cualquier parte del mundo.

La primera prueba posible le llegó de la mano de un compatriota mío, Domingo Faustino Sarmiento. Este argentino viajó por Estados Unidos en el año 1847. Según cuenta la historia, fue a estudiar el sistema educativo estadounidense. Mientras recorría Massachusetts, visitó la Universidad Miskatonic. (Puede ser, esta, una explicación de cómo llegó una copia del Necronomicón a Buenos Aires).

Al parecer Sarmiento no sólo se llevó algunos libros de allí, sino que dejó otros como donación. Se trata de una colección de crónicas de los padres jesuitas que realizaron diversos intentos de crear misiones entre los indígenas pehuenches de la zona del lago Nahuel Huapí, en Patagonia.

Por estas crónicas Forsker se enteró de la Ciudad errante de los Césares. Una ciudad legendaria que fue buscada durante siglos por todo tipo de exploradores, y que al parecer nunca estaba donde se suponía. Lo que llevó a Forsker a suponer que se trataba de unas ruinas de los primigenios relacionada con un punto telúrico. Pasó años investigando y elucubrando teorías, hasta que consiguió pruebas casi fidedignas de que podía encontrar esas construcciones.

Convenció al decano de la Universidad para financiar una expedición a la Patagonia, algo que no le costó mucho, ya que recientemente una familia de Insmouth había donado mucho dinero para investigaciones. Forsker planeó detalladamente el viaje junto con Zavar Izgatott.

Cabe aclarar quién era Izgatott, porque su nombre ha desaparecido de la historia. Este investigador había llegado desde Hungría con su padre a la edad de seis años. Al ser su padre experto en manuscritos antiguos, el joven Izgatott se crió en la universidad, y terminó siendo arqueólogo y catedrático de historia antigua de Miskatonic.

Junto con Forsker planeó a la perfección todo, con viajes contratados y equipos alquilados. Pero Forsker cayó enfermo. La expedición no se podía retrasar, porque no era posible quebrar los compromisos, se perdería mucho dinero. Así que el decano decidió enviar al bibliotecario Howard Armitage como organizador, si bien la expedición estaría a cargo de Izgatott.

Forsker protestó, pero nada pudo hacer más que pedir que Armitage tomase nota de todo. A esos dos expertos los acompañaron seis estudiantes de folklore y geología.

Los detalles del inicio de la expedición ya los vimos en palabras de Izgattot, pero lo que resta sólo podemos rearmarlo a partir del manuscrito de Forsker.

Podemos conjeturar que algo salió mal, muy mal, allá en las costas del lago patagónico. Lo que el inglés les mostró, era algo que había conseguido en la isla a la que se suponía debían ir. Algo que los mismos indígenas habían descubierto poco tiempo atrás. Pero al parecer no quisieron compartirlo con los extranjeros, ni querían dejarlos ir a la isla.

Ese mismo día llegó a la zona una patrulla del ejército argentino. “Mataron a todos”, se limita a escribir Forsker. Asumimos que se refiere a los indígenas, ya que de eso se trataba la mentada Campaña del Desierto, una masacre sistemática de los indígenas de nuestro sur.

Después de todo ese amasijo de datos desordenados, Forsker cambia por completo el estilo, y cuenta los eventos de la noche del seis de julio de 1888 con extremo detalle, tanto que me limitaré a reproducir sus palabras:

Continúa en Lovecraft contra los zombies, segunda parte

(Recopilado en Conspiración Zombie por Martín Cagliani)

1888

Para saber de qué trata la peligrosa Conspiración Zombie, entra a ver todos los cuentos del proyecto más maligno y ambicioso de la historia. Índice de la Conspiración Zombie.