sábado, 20 de junio de 2009

Sherlock Holmes contra los Zombies: Segunda parte

Continuación de Sherlock Holmes contra los Zombies

Era un criado de la familia McCarthy. Nos llevó hasta La espera, hotel donde se nos había reservado una habitación. Luego de acomodarnos, bajamos al palier donde el criado todavía aguardaba para llevarnos al lugar de los hechos.

Pero cuando Holmes comenzaba a encender su pipa, se precipitó en el hotel una de las jóvenes más encantadoras que he visto en mi vida: brillantes ojos de color marrón; labios delgados; y una nariz fina, todo en ella mostraba que su natural reserva había sido vencida por la agitación y la preocupación.

—¡Oh! ¡Señor Sherlock Holmes! —exclamó, mirándonos a uno y otro, hasta que finalmente su intuición femenina dio con mi amigo—. Me siento muy feliz con su llegada. Vine expresamente a decirle que estoy segura de que resolverá este misterio. Y sin duda descartará todas las barbaridades que se están diciendo sobre la familia McCarthy, y sobre James en particular.

Se trataba de la señorita Turner, quien tenía una relación con James McCarthy, hijo del que se creía un muerto andante. Ante la consternación de Holmes y mía, la joven nos relató de forma apresurada y atolondrada todas las suposiciones que se habían hecho tan sólo en el curso del día. Algo que Holmes no había podido leer en los periódicos matutinos.

Los pocos habitantes de la región estaban convencidos de que el fallecido McCarthy había traído alguna especie de maldición de su viaje por la Patagonia, y que había lidiado con malos espíritus. También acusaban a James de nigromante.

—¿Podría ver a su padre, señorita Turner? —pidió Holmes.

—Temo que el médico se lo impida.

—¿El médico?

—Sí, ¿no se ha enterado usted? En estos últimos años mi padre no se siente bien de salud y este suceso lo ha quebrantado por completo. Ahora está en cama. El doctor Willows dice que su estado es serio pues ha quedado con los nervios destrozados. El señor McCarthy era el único hombre de los que conocieron a papá en los tiempos de la Patagonia, que todavía vivía. Pero igualmente James lo espera en el cementerio, donde ocurrió… aquello. Para que usted pueda ver todo con sus propios ojos.

— Gracias, señorita Turner.

—Ahora tengo que irme a casa. Como le dije, mi padre está muy enfermo y me extraña cuando lo dejo. Adiós y que el Señor lo ayude en su empresa.

Salió del hotel en la misma forma impulsiva con que había entrado. Oímos el ruido del coche que se alejaba calle abajo.

—El barómetro está muy alto —me dijo Holmes mientras mirábamos al criado, que ya se había puesto de pie y nos observaba con paciencia—. Es importante que no llueva antes de que podamos llegar al lugar del hecho. Por otra parte, cuando se está frente a un trabajo como éste, conviene encontrarse en las mejores condiciones, y yo no quisiera ir ahora, cansado por el largo viaje que acabamos de hacer.

—Permítanme interrumpirlos, señor Holmes —dijo el criado—. Pero me ordenaron que le dijera que es de suma importancia que esté hoy mismo en el lugar, sino podría ser peligroso. El señorito McCarthy lo espera.

Decidimos ir. El cementerio estaba bastante alejado del pueblo. Nos llevó unos quince minutos llegar hasta el lago, y otros quince rodearlo, ya que el cementerio estaba casi pegado a la otra orilla. El camino estaba en mal estado, así que me alegré cuando por fin pudimos descender del carruaje.

Allí nos esperaba un joven bien parecido, con pesadumbre en el rostro, pero con postura erguida de caballero.

—Señor Holmes, le agradezco muchísimo que haya venido. La policía no le presta atención al suceso, ya que lo han dejado en manos de Scotland Yard que está siguiendo una pista de un vendedor de cadáveres en Londres.

Nos hizo rodear el edificio de entrada al cementerio, que por lo que parecía había sido alguna vez una casa, ahora vaciada por dentro para oficiar los velorios. Atrás se extendían las tumbas, sin orden aparente. Eran muchas para ser una población tan pequeña. El joven James dijo que era por ser una región muy antigua, y que en la plaga de 1637 había muerto mucha gente allí.

Nos mostró las cinco tumbas vacías. Todas habían sido cavadas recientemente. Se veían los cajones abiertos, como si los hubiesen arrancado. Al parecer los otros cuatro muertos desaparecidos habían fallecido en los días anteriores, y todavía no se había rellenado las tumbas.

Holmes no parecía prestar atención al relato, estuvo observando de cerca las cinco tumbas y los cajones.

—Mire las tapas de los cajones, Watson. —Estaban arañados—. Imagino que estará familiarizado con el término catalepsia.

—Sin duda, es cuando una persona yace sin señales de vida en su interior, como si estuviese… muerto. ¡Holmes! ¿Está usted diciendo que estos cinco hombres en realidad estaban vivos y fueron confundidos con muertos?

—Es una posible explicación, querido Watson. Pero igualmente nos deja afuera al desaparecido cuidador, y tampoco explica por qué estos hombres vagan por el lago y no han vuelto a casa.

Seguimos explorando los alrededores. El valle de Boscombe era una región alta, pero igualmente el calor del verano nos estaba afectando, todos nos sentíamos ya cansados. El joven James nos hizo conocer que se nos esperaba a cenar en la residencia de los Turner a las 18.30, y ya eran casi las 18. Así que decidimos continuar las pesquisas al día siguiente.

El viaje hacia la residencia Turner fue más corto que hasta Ross, era la casa más cercana a la laguna. Durante el trayecto el joven James nos confirmó las suposiciones sobre la vuelta del fallecido McCarthy, el relato sobre el terremoto en el Río de la Plata y algo sobre su estadía en Patagonia.

En la casa ya nos esperaba la mesa servida. En la residencia Turner sólo vivían la señorita Turner y su padre John Turner, junto con un gran número de criados. El anciano Turner permaneció en la habitación, al cuidado del doctor Willows, ya que al parecer estaba ya agonizando.

Luego de la cena, la señorita Turner, muy amable a pesar de la tristeza que se le notaba en el semblante, nos invitó a fumar un cigarro y beber un brandi en el porche de la casa.

El sol se estaba ocultando bajo el horizonte, cuando llegó corriendo un hombre, que se detuvo en el porche sin aliento. Miraba fijo al joven James.

—Joven —dijo, con el aire entrecortado—. He visto a su padre, y a los otros… ¡Vienen hacia aquí, será mejor que entren todos!

—¿Crowder está usted loco? —preguntó James, y asumí que sería el guarda de caza del que ya nos había hablado—. Vamos a buscarlo.

Crowder, un hombre de edad avanzada pero de gran porte, se interpuso entre la escalera y el joven James.

—Joven James, por favor, hágame caso. No sabe usted… No le recomiendo ir, eso ya… Ya no es su padre.

—¿Pero qué dice, hombre, no sea supersticioso qué estuvo escuchando en el… —de pronto dejó de hablar, y tenía la mirada clavada por detrás de Crowder. Todos miramos en esa dirección.

Recortadas sobre el atardecer, se veían seis siluetas negras que caminaban de forma espasmódica, y con lentitud. Dos de ellas iban rezagadas, y arrastraban los pies.

—Su padre me atacó, y también el pobre y buen Smith —El cuidador del cementerio—. Querían morderme, joven James. Será mejor que entremos.

Holmes y yo habíamos permanecido al margen hasta ese momento, cando fue clara la visión de esos seis… no sé si llamarlos hombres, ya que se notaba que la vida había abandonado sus cuerpos en la misma forma en que se movían. Les costaba hacer coordinar los miembros, y parecían hacer un gran esfuerzo por mantener la cabeza quieta.

—Holmes, esos hombres parecen tener alguna extraña enfermedad.

—¡No! —gritó Crowder, al tiempo que se acercaba de espaldas a la puerta de la casa—. Les he disparado, le disparé a su padre, joven James. Tres veces, y mire usted. Sigue andando.

—Padre —dijo James, bajando la escalera del porche—. Padre, ¿qué sucede?

McCarthy estaba a sólo seis pasos de su hijo, un poco detrás iba el cuidador y, como si de una formación de golondrinas se tratase, seguían los otros cuatro detrás.

—Joven James, por favor, entre —decía Crowder, casi con un hilo de voz. Levantó la escopeta, reemplazó los dos cartuchos vacíos con dos nuevos, y apuntó hacia la línea de los recién llegados.

James seguía intentando hablar con su padre, mientras este se acercaba hacia él. Vi a Holmes preparar su bastón. Ya en otras ocasiones había visto de lo que era capaz con ese simple bastón, gracias a su dominio del Bartitsu.

Finalmente McCarthy llegó junto a su hijo y estiró los brazos en lo que parecía un abrazo, al menos así lo interpretó el joven James. Pero enseguida el padre mordió el cuello del hijo. El joven logró desembarazarse de su padre, y retrocedió de golpe. Se tomaba el cuello por donde salía abundante sangre.

Crowder hizo fuego sobre McCarthy y lo arrojó al suelo, luego disparó sobre Smith, y también lo revolcó sobre la tierra. Los otros cuatro ni se inmutaron, seguían con el paso lento y convulsivo. Ante nuestro asombro, los dos hombres que habían recibido disparos certeros, se levantaron como si nada hubiera sucedido y comenzaron a caminar nuevamente.

El joven James le gritaba a su padre, y no dejaba de tomarse la herida, que perdía abundante sangre. Yo corrí junto a él y con la ayuda de Holmes lo subimos al porche y entramos a la casa. Crowder nos siguió, trabó la puerta, y empezó a dar órdenes a los criados para que cerrasen las ventanas.

La señorita Turner no podía creer lo que veía y lo que escuchaba de boca de Crowder, que no dejaba de referirse a los muertos vivos.

Todos nos tranquilizamos una vez que logré estabilizar al joven James con un buen vendaje. Ni un segundo descansaron los hombres de fuera, aporreando sin cesar la puerta, que por suerte era maciza.

Holmes me ayudó en un principio a curar al joven James, pero luego lo suplantó la señorita Turner. Él entonces se sentó y encendió su pipa como si no sucediese nada alrededor. Pensó y pensó durante todo ese tiempo que habrá sido casi una hora.

Una de las criadas, casi muerta temblando de miedo, nos trajo una copa de licor a cada uno.

—¿Qué es eso que hay allí fuera, señor Holmes? —preguntó la señorita Turner.

—Claramente, ya no es mi padre. Algo se apropió de su cuerpo —dijo el joven James.

—No saquemos conclusiones apresuradas cuando puede hacerse un análisis racional, sin inmiscuir a la superstición —dijo Holmes—. Lo que hay allí fuera son muertos vivos, o muertos vueltos a la vida de alguna forma. Ya lo había notado en los cajones, donde se veían marcas de haber sido abiertos desde dentro. Estaban arañados y arrancados. Imagino, querido Watson que descartamos la catalepsia, ya que no creo que entre sus síntomas se encuentre el resistir disparos de escopeta, ¿no?

—Para nada —respondí—. Pero tampoco conozco razón alguna para que ningún ser vivo pueda resistir semejantes disparos sin siquiera inmutarse. Esos hombres está claramente muertos, Holmes. Pero por alguna razón, algo los mantiene vivos. Es como cuando se le pasa electricidad a una rana, que sus miembros se mueven. He realizado ese experimento cuando niño. Estos muertos vivos parecen moverse del mismo modo, como si fueran espasmos eléctricos.

—¿Puede ser alguna bacteria, Watson? —dijo Holmes. Su pregunta me sorprendió, no sabía que pudiese estar al tanto de los trabajos de Gottfried o Pasteur con las bacterias.

—¿Por qué lo pregunta? Hay muchos tipos de bacterias, algunas provocan enfermedades, pero ninguna que pueda revivir a un muerto, que yo sepa.

—He leído un poco sobre ciertos temas… sensacionalistas, Watson. Usted sabe cómo me divierte su estudio. Y hay un autor noruego, llamado Galning Forsker, que ha escrito una serie de libros sobre unos seres antiguos, los primigenios los llama él. Al perecer eran nigromantes, y podían revivir a los muertos. En el libro "Sobre los Primigenios" habla de algunos casos que él llama reales, de muertos revividos. Es en realidad una superstición de unas tribus africanas que viven en la Haití francesa. Allí les llaman zombies. Pero yendo a los hechos que tenemos, ¿es posible que ese trozo de carne putrefacto que McCarthy se hizo frotar entre medio de los ojos tuviese alguna bacteria capaz de electrizar a los cuerpos, o darles una especie de vida simple?

—No lo sé, Holmes. Ciertamente el campo de las bacterias es muy basto, y se está estudiando al día de hoy. Según recuerdo, ese trozo lo había traído McCarthy desde Patagonia. Podría ser que en aquellas tierras haya bacterias… extrañas.

—Ese frasquito que había traído de allá, con eso asqueroso dentro, no dejaba de cuidarlo como si fuese oro —dijo el joven James— Pero si se le preguntaba sobre qué era, evadía la cuestión.

Los muertos vivos, o como Holmes los había llamado: zombies, seguían golpeando la puerta y ahora también las cubiertas de madera de las ventanas. Holmes se puso de pie.

—Señorita Turner, me gustaría entrevistarme con su padre. Creo que él podría darnos una pista de a qué nos estamos enfrentando. Después de todo, él también estuvo en Patagonia, y McCarthy fue allá a pedido suyo.

La joven tardó en levantarse, miró a mi amigo con tristeza, luego dirigió una mirada llena de amor a James. Él asintió con la cabeza, como dándole permiso de dejarlo solo.

—Yo se lo cuidaré, señorita Turner —dije.

Vi cómo Holmes subía una escalera precedido por la señorita Turner. Aproveché para revisar al joven James. Su herida ya no sangraba, y vi algo de lo más extraño. No sólo ya se había cerrado, sino que todo en derredor tenía un color grisáceo. No pude evitar recordar el color de los seis zombies que estaban copeando la casa. Pero, mientras tomaba los signos vitales del joven, se escucharon gritos agudos desde el piso de arriba.

Acudí a la escalera enseguida. Miré para arriba, pero no vi nada.

—¿Qué sucede, Watson? —quiso saber el joven James.

—No lo sé —respondí, sin mirarlo—. ¡Holmes! ¿Está todo bien?

No terminé de enunciar la pregunta cuando surgió de golpe la señorita Turner y bajó corriendo la escalera sin dejar de gritar. La tomé en brazos, e intenté calmarla. El joven James acudió enseguida y se hizo cargo de su enamorada.

La señorita Turner no paraba de gimotear, y nada respondía a nuestras preguntas. Me preocupé por Holmes, así que subí la escalera y allí vi a mi amigo luchando contra uno de esos zombies.

Sin duda que sabía manejar ese bastón con el Bartitsu, pero el muerto vivo seguía levantándose y atacando. Acudí en su ayuda, y entre los dos pudimos encerrarlo en la habitación. Mientras yo mantenía agarrado el picaporte luchando con la fuerza del zombie, Holmes corrió un mueble que había junto a la puerta para taparla. En poco tiempo logramos impedir el paso del zombie.

Ambos nos apoyamos contra la pared del pasillo, casi sin aliento.

—¿Qué era eso, Holmes?

—Intuyo que eso era el médico del señor Turner, el doctor Willows.

—¿Y el anciano?

—También se había convertido en zombie, pero estaba en tal mal estado que no podía ni levantarse del suelo. Este, por el contrario tenía bastante fuerza, asumo porque acababa de morir.

—¿Pero y de qué pudo haber muerto?

—Por lo que noté, Watson, el anciano lo debe haber mordido. Asumo que al morir, el anciano también fue afectado por la bacteria que debe estar haciendo esto. El viejo Turner debe haber tomado contacto también con ese trozo de carne putrefacta, o tal vez McCarthy le haya traído un trozo especial para él. Al morir, se convirtió en zombie como los otros seis, y se ve que mordió y mató a al médico. Que a su vez también se convirtió en zombie.

—Pero tiene que haber sido una mordida muy fuerte para matarlo, aparte tan rápido se…

En ese momento recordé al joven James y su herida gris. Se lo conté a Holmes, y como si de una orquesta se tratase apenas terminé el relato escuchamos otro grito de la señorita Turner. Bajamos corriendo la escalera, y la vimos en brazos del joven James, pero este ya no tenía intenciones amorosas para con la muchacha, sino que trataba de morderla.

Antes que nosotros llegó el señor Crowder y arrojó al joven James al suelo con un golpe de su escopeta. Luego no dudó un segundo en hacer fuego sobre el joven, cuya cabeza quedó destrozada por el disparo. Al contrario que los otros zombies, este quedó muerto allí donde cayó.

Holmes tomó a la señorita Turner en brazos, mientras Crowder y yo analizábamos el cuerpo del joven James. No había quedado nada de la cabeza, que estaba esparcida por los sillones de la sala de estar. Afuera los seis muertos vivos habían aumentado los golpes, como intuyendo que uno de ellos había caído.

—Al parecer lo que sea que mantiene vivos a estos muertos está en la cabeza —dijo Holmes, mientras abrazaba a la sollozante señorita Turner.

—Pero si es una bacteria, Holmes, actúa muy rápido, ya que este joven estaba vivo hace apenas unos minutos. Una mordida no puede matar a nadie en tan poco tiempo. ¿Cuánto ha pasado desde que fue mordido por su padre? ¿Una hora, dos?

—Algo así —confirmó mi amigo, y ayudó a sentarse a la señorita Turner. Luego me miró y dijo—: Watson, como en su experimento de la rana, creo que estas bacterias traídas de la Patagonia deben dar electricidad al cuerpo de los muertos desde el cerebro. Y sin duda son muy infecciosas, ya que tanto en el caso del médico del señor Turner como con el joven James, una simple mordida les ha ocasionado la muerte, y luego el ser convertidos en zombies por estas bacterias.

—Puede ser, Holmes. Pero si es así podríamos estar ante una epidemia. ¿Y si todos los muertos comienzan a levantarse? Esto podría ser peor que la peste.

—Por lo pronto sabemos que destruyendo el cerebro logramos desarticular a estos muertos vivos —dijo Holmes—. Sugiero que subamos con armas los tres y nos ocupemos de los muertos vivos de arriba, luego tendremos que lidiar con los de afuera.

Crowder fue en busca de más armas, y trajo un rifle para mi amigo y un revolver para mí. Con él llegaron tres sirvientes que se ocuparon de la señorita Turner. Subimos lentamente la escalera con Crowder a la cabeza, y Holmes detrás.

El primer piso estaba oscuro. Crowder tomó una lámpara de aceite de una mesa cercana y la encendió. Me la dio a mí, que no necesitaba usar ambas manos para manejar mi arma. Mientras él y Holmes corrían el mueble de la puerta yo iluminaba y apuntaba.

Apenas se corrió unos centímetros, asomó una mano que recibió un disparo certero de mi revolver. Pero no pareció sentirlo, siquiera, a pesar de que perdió un dedo. Seguía metiendo las manos y brazos, a medida que corrían el mueble. En cuanto se vio la cabeza disparé, e hice blanco en plena frente. El zombie se desplomó como libro gordo.

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—Bien hecho amigo —dijo Holmes, y se asomó a la habitación con el rifle delante. Vio al anciano en el suelo, y le apuntó. Pero Crowder lo detuvo.

—Por favor, señor Holmes. Permítame. Serví a este hombre durante toda mi vida. Si algo se ha apoderado de su cuerpo, quiero ser yo quien lo libere.

Disparó ambos cartuchos de la escopeta sobre la cabeza de su antiguo patrón, con tanto ahínco que me hizo dudar si lo hacía por fidelidad o por deprecio.

Los tres nos quedamos en silencio mirando a esos dos hombres de sociedad abatidos como perros rabiosos. Tan absorto estaba que casi salté del susto al sentir la mano de la señorita Turner sobre mi hombro. Me di vuelta apuntando con el arma, pero la joven sólo lloraba y lloraba ante la visión de su padre destrozado.

—Terminemos con esto de una vez —dije, recordando mis días de servicio militar en Afganistán.

Tomé la lámpara de aceite, y encabecé la columna. Nadie prestó atención a la pobre señorita Turner. Los tres hombres bajamos la escalera y nos dispusimos en derredor de la puerta de salida.

Con un gesto indiqué a Crowder que abriese la puerta, mientras yo iluminaba y apuntaba. A mi lado Holmes hacía lo propio con el rifle. Apenas se abrió la puerta, tres de los zombies se abalanzaron sobre nosotros.

El difunto McCarthy se arrojó sobre mí, y me hizo trastabillar. Ambos caímos sobre la lámpara de aceite. Logré correrme y ponerme de pie al instante, pero McCarthy había caído de lleno sobre la lámpara y se estaba incendiando.

No parecía darse cuenta de que el fuego lo consumía, ya que se puso de pie como si nada sucediese, pero tan sólo unos segundos después cayó desplomado como si alguien le hubiese disparado a la cabeza. Pero ciertamente yo no lo hice, y mis compañeros estaban ocupados disparando sobre los otros zombies.

No tuve tiempo de reflexionar sobre el asunto, ya que era obvio que mi amigo necesitaba mi ayuda. Un par de disparos después, ya estaban los seis zombies muertos. Realmente muertos.

Con la ayuda de algunos sirvientes conseguimos extinguir el fuego que consumía al finado McCarthy. Y todos quedamos como petrificados, respirando agitadamente, y mirando fijo la cosa negra y chamuscada que yacía en el suelo. La señorita Turner bajó lentamente la escalera, y todos la seguimos con la mirada.

—Este murió por el fuego, Holmes —dije, señalando a McCarthy.

—Eso agrega algunos datos que confirman la teoría de la bacteria, Watson. ¿No lo cree? —preguntó, pero de forma retórica ya que siguió hablando—. Al parecer el fuego las mata, y por eso el zombie McCarthy dejó de estar activo, porque perdió a quienes se encargaban de mantenerlo vivo.

—Esto es muy serio, Holmes. Tendremos que avisar al gobierno. Podría desatarse una epidemia. Quien sabe cómo se esparcen esas bacterias. Tal vez podrían estar sobre nosotros mismos, esperando a que muramos para activarnos.

—Debemos partir inmediatamente a Ross, Watson. —Me dijo en confidencia—. Hay que hacerle saber a la Scotland Yard lo que sucede, y lo que hay que hacer. Creo que lo mejor sería que nos diésemos un baño profundo todos y cada uno de nosotros, y… Creo que no queda otra solución que incendiar toda esta región. La casa, el cementerio, y los campos que rodean a la laguna.

A la tarde del día siguiente Holmes entró en la habitación del hotel con el rostro apesadumbrado. Yo había preferido no acompañar a los enviados del gobierno de su majestad para lidiar con el asunto. No quería ver cómo incendiarían toda esa hermosa región.

Mi amigo me contó que habían evacuado a todos los que vivían cerca de la laguna y a unos seis kilómetros a la redonda del cementerio. Todos fueron tratados como si tuviesen la peste. Aislados en una granja cercana, y bañados como animales.

Luego se organizaron incendios controlados todo alrededor de la laguna. El valle Boscombe se convirtió en un infierno. Ardieron campos, montes, casas, y el cementerio.

La noche anterior nos costó convencer a los agentes de la Scotland Yard a cargo del caso, que los muertos que ellos buscaban en Londres no se habían ido del valle, ni tampoco estaban realmente muertos. Tuvieron que verlo con sus propios ojos.

Pasamos el resto de la noche y parte del día siguiente entrevistándonos con cada enviado del gobierno de su majestad que iba llegando a Ross. Si bien Holmes y yo gozábamos de cierto respeto en el ámbito gubernamental, fue el hermano de mi amigo, Mycroft Holmes, quien logró convencer a los enviados del gobierno. Él dispone de una posición única en el servicio civil, como oficial gubernamental.

—Watson —Holmes interrumpió mis pensamientos—. Creo que este es el caso más extraño que hemos tenido. Pudimos explicarlo racionalmente, sin duda. ¿Pero es aceptable la explicación? Si estas bacterias resucitadoras vienen de Patagonia, ¿cómo es que allá en Argentina no tienen zombies? Yo me considero un hombre informado, y no he leído nada semejante. No pudimos averiguar cómo ni donde McCarty ha encontrado ese frasco o lo que había dentro. Ni qué era ese trozo de carne putrefacta.

Permaneció en silencio unos segundos, yo esperé, sabía que faltaba su cierre.

—Querido Watson, si no fuese tan lejos. Le diría que para cerrar el caso tendríamos que viajar a Buenos Aires y a la Patagonia. Usted sabe, mi buen amigo, que no me gusta dejar ningún caso abierto, y esta investigación no ha finalizado satisfactoriamente.

—Tal vez más adelante, Holmes. Tal vez.

FIN

(Recopilado en Conspiración Zombie por Martín Cagliani)

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1888

Para saber de qué trata la peligrosa Conspiración Zombie, entra a ver todos los cuentos del proyecto más maligno y ambicioso de la historia. Índice de la Conspiración Zombie.