lunes, 21 de diciembre de 2009

La navidad de los muertos y Van Gogh

Autor Martín Cagliani

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Hace algunos años se revisó la historia sobre el por qué el pintor Vincent Van Gogh se cortó la oreja. Según la versión más conocida, él mismo se habría auto mutilado, para luego llevarle el trozo de oreja a una prostituta. Pero investigaciones recientes de los restos de Van Gogh descubrieron que la herida no podía deberse a una automutilación. Así surgió la hipótesis de que fue durante una disputa con el pintor Paul Gauguin. Aunque hora, gracias al gran investigador argentino Santiago Achotegui, se puede saber la verdad.

image Llegué a los archivos de Achotegui cuando estaba siguiendo los pasos de la Conspiración Zombie de 1888. La familia Achotegui conserva el archivo general, que es un inventario exhaustivo de todo lo que ocurrió en el mundo durante los 12 meses del año 1888. Hay cosas de lo más extrañas, y me llamó la atención un manuscrito amarillento garrapateado en la parte de atrás de una partitura Gymnopédie Nº 1 de Erik Satie.

Saltó a la vista porque decía en grande, a modo de título, “Van Gogh y Gauguin atacados por los zombies”. Está fechado en la víspera de Navidad de 1888. No es cuando fue escrito, ya que Achotegui nació en 1899.

El relato de Achotegui, casi ininteligible, se supone que está basado en cartas inéditas de Theo Van Gogh, hermano y gelerista del famoso pintor. Vamos a seguirlo casi al pie de la letra, ya que parece estar ya en una versión acabada, con muchas correcciones y tachados.

Todo comienza a fines de diciembre, cuando Vincent le escribe a su hermano diciendo que ha recibido la visita del famoso escritor francés Julio Verne. No parece haber noticias de interés más que alguna ocasional pelea entre Paul Gaugain y Verne, que ya estaban conviviendo y pintando juntos en Arlés, al sur de Francia.

Achotegui tiene una digresión en el relato, y se vuelve fragmentario, listando lo que pudo averiguar sobre la visita de Verne a Van Gogh. El escritor ya estaba dedicado a la política en el norte de Francia para estos tiempos. Se había retirado por completo de la Conspiración Zombie, supuestamente, pero Achotegui duda.

Así fue que pudo conseguir, entre los papeles dejados por Gaugain, que Verne no había ido solo. Acudió con un Gestor. Achotegui asume que es el de la Sociedad Científica Argentina. ¿Pero qué tenían que hacer ellos allí con los pintores?

Al parecer, tanto Gaugain como Van Gogh, se habían codeado con Verne a principios de 1888, cuando todos habían participado de encuentros artísticos en París. Sabemos que Van Gogh estuvo en París hasta febrero de 1888, y también que Verne acababa de volver de su expedición a la Patagonia en esa misma época.

Achotegui entonces especula que Verne podría haberles contado, o haberles dado algo a los pintores, que luego fue a buscar junto con el gestor. No se pudo descubrir qué, pero el investigador argentino lo asume por los hechos que Vincent le relata a su hermano desde el hospital mental de Saint-Paul-de-Mausole, donde se internó por cuenta propia pocos meses después de los hechos que voy a relatar ahora.

La noche del 23 de diciembre se dice que fue el momento en que Van Gogh se cortó la oreja, pero Achotegui ha descubierto que los eventos que llevaron a la herida de la oreja de Van Gogh, y a su locura posterior, ocurrieron el 24 de diciembre, la noche de Navidad.

“Estábamos totalmente borrachos con Gaugain, discutiendo sobre cual era la mejor forma de pintar”, extracta Achotegui de la carta del pintor, “cuando recordó lo que Verne había venido a buscar algunos días atrás. Yo había olvidado por completo los experimentos de Verne, pero a los dos nos pareció divertido volvernos inmortales y ya no necesitar comida, para sólo dedicarnos a pintar, y nada más. Busqué por todos lados y encontré el frasco de vidrio. Dentro había un trocito ínfimo de algo que Verne había traído de Sudamérica, él tenía el trozo mayor, nos había dicho, y lo estaba investigando con Charcot en París. Gaugain me animó a comerlo, pero recordando lo que nos había mostrado Verne, no quise ni abrir el frasco. Pero Gaugain me lo arrebató, y comenzó a jugar con él, aunque sin quitarle la tapa.

“Así fue que desde fuera nos gritaron que hiciéramos silencio. Eran ya cerca de las 11 de la noche, y todos los vecinos habían terminado la cena de navidad, y ya estaban durmiendo. Gaugain, decidió salir a hacerles frente con el frasco, y tanto lo insultaron los vecinos, que se los arrojó.

“Tanta mala suerte tuvimos que fue a romperse en el rostro de una mujer gorda que nos venía fastidiando hacía días. La gorda cayó como bolsa de papas al suelo, sin poder ser atajada por su marido, el otro que nos molestaba por los ruidos. Nos acercamos enseguida, y un trozo roto del frasco se había incrustado en el ojo de la mujer. Estaba muerta.

“El marido pasó del sollozo a la ira, y tomó los vidrios junto con el trocito de carne y nos amenazó de muerte, pero lo único que logró fue cortarse a sí mismo. A todo esto, algunos vecinos más de la cuadra se habían acercado a ver qué sucedía. Llevó como media hora calmar al marido de la gorda, y todos pedían que nos lincharan, por poco.

“Gaugain no dejaba de decir que él no había hecho nada, y como el marido de la gorda no podía decir más que insultos, aprovechamos y le echamos la culpa a él de haber matado a su propia esposa. Para qué, se puso más loco. Allí fue cuando llegó el policía del barrio y lo quiso arrestar, pero el marido enajenado le clavó uno de los vidrios directo en el corazón.

“Poco pasó para que él mismo cayera desmayado, a pesar de que las heridas de su mano no eran tan profundas. Los otros cuatro vecinos que estaban allí, no sabían a quién atender. Nosotros estábamos tan alcoholizados que nos reíamos de la situación. Pero ya no nos reímos cuando el marido de la gorda se levantó de golpe y miró al uno de los vecinos como si fuese un queso brie bien derretido.

“Sin mediar palabra o gesto se abalanzó sobre él y lo mordió en el cuello. Con Gaugain corrimos hacia la casa amarilla, y nos encerramos. Lo que siguió luego fue lo más horrible que me ha tocado experimentar en toda mi vida.

“El policía también se levantó, y entre los dos atacaron y mordieron a los otros vecinos. Luego se dedicaron a comer, sí, Theo, a comer a la gorda como si fuese un faisán.

“No sé cuánto tiempo pasó, pero eventualmente terminaron levantándose los otros vecinos mordidos, y estaban en el mismo estado. Eran seis de esos muertos vivos, iguales a los que nos había mostrado Verne.

“Gaugain no tuvo mejor idea que gritarles que se fueran, lo que logró que vinieran hacia nosotros, arrastrando los pies como gruesos pinceles. Eran muchos, y golpearon tanto la puerta, que la terminaron abriendo.

“Lo que siguió fue un combate de supervivencia en el que Gaugain luchaba con su daga y yo con pinceles. Theo, te digo que estábamos muy borrachos, pero no sé cómo logramos sobrevivir.

“El primero que me atacó logré empujarlo, y Gaugain lo apuñaló por la espalda, pero ni pareció darse cuenta. Se dio vuelta para atacar al francés pero se topó con una daga en su frente, a lo que cayó desplomado.

“Recordamos ahí los comentarios de Verne, y así le clavé un pincel en el ojo al próximo que se abalanzó sobre mí. Gaugain hizo lo propio con el policía que lo atacó sin mucha convicción. Los tres restantes parecieron interesarse más por mí, y me vi pronto arrinconado contra mi caballete. Sólo tenía dos pinceles en las manos, contra tres de esos muertos.

“Le grité a Gaugain por ayuda, que estaba en la otra punta del cuarto, y en cuanto terminó con el policía arrojó la daga contra uno de mis atacantes como si fuese un cuchillero profesional de circo, sólo que él era un pintor, y estaba borracho, por lo que la daga casi me da a mí en la cabeza, pero sólo me cortó la oreja.

“La sangre exacerbó a los muertos vivos. El primero que me atacó recibió un pincel en el ojo, al otro no se lo pude clavar a tiempo, y me abrazó intentando morderme, pero luché lo suficiente como para darle tiempo a Gaugain de clavarle la daga en la sien. Al restante lo había derribado ya el francés con una silla, para luego rematarlo clavándole un trozo del jarrón que yo usaba para mis girasoles, roto en medio de la lucha.

“En la madrugada del 25 de diciembre, en la Navidad de 1888 apareció el gestor que nos había visitado antes. Esta vez sin Verne. Mandaba a un grupo de uniformados que parecían del gobierno. Se llevaron los cuerpos, y limpiaron todo. Nos bañaron desnudos con todo tipo de jabones, y me quitaron un pedazo de oreja, donde había sido herida.

“Gaugain desapareció al día siguiente. Theo, no alucino, ya sé que debes estar pensando que finalmente tu hermano mayor se ha vuelto loco, pero esto que te escribo es cierto.”

Así termina la carta. Al parecer Gaugain le escribió a Theo también, pero sólo le dijo que fuera a visitar a su hermano que estaba herido. La policía local tomó declaración a los dos pintores sobre el incidente, pero dijeron lo que el gestor les indicó, y que ha pasado a la historia.

Este es un brote menor dentro de los ocurridos en 1888, que si bien no está inmerso en la Conspiración Zombie, forma parte de ella como un cabo suelto, y nos muestra el grado en el que se han silenciado tantos episodios de la historia relacionados con la conspiración. Nadie nunca explicó la locura posterior del pintor holandés, la angustia, los terrores y las alucinaciones que experimentó hasta su muerte en julio de 1890.

FIN

1888 - Conspiración Zombie

http://conspiracionzombie.blogspot.com/

lunes, 2 de noviembre de 2009

La Tercera parte de Julio Verne y Allan Qatermain y los Zombies

Tercera y última parte de de Julio Verne y Allan Qatermain contra los zombies

Continúa de La Segunda parte de Verne y Qatermain contra los Zombies

1888 - Conspiración Zombie

 

—La debe haber destruido algún terremoto —dijo Verne—, gracias al cual Lampu pudo atravesarla, sino habríamos necesitado una buena cantidad de dinamita para traspasarla.

Efectivamente parecía haber sido muy gruesa, y de roca maciza.

Al otro lado entramos en un recinto de al menos cuatro metros de altura. Era circular, de unos seis metros de diámetro. En el centro había una caja de piedra rectangular que tenía casi dos metros de altura, por tres de largo y dos de ancho.

Nada más había allí. Las paredes eran completamente lizas, como si se tratase de yeso, sólo que eran de piedra negra. En ciertas partes había más de esas tallas que parecían algún tipo de escritura. Por donde llegamos era la única entrada y salida.

Verne se acercó al rectángulo de piedra del centro y lo estudió con la lámpara. Me acerqué y lo estudié a él. Parecía absorto observando los grabados que había en los cuatro lados del rectángulo. Eran dibujos que parecían contar una historia.

En ellos se veían unos seres que parecían hombres, pero diferentes, como desproporcionados. La historia parecía contar la lucha de esos seres contra otro que los doblaba en altura, y que era realmente aterrador sólo verlo. Las tallas tenían lujo de detalles, pero el rostro de los seres desproporcionados estaba totalmente liso.

—¿Qué es esto Verne?

—No se me ocurre qué pueda ser. No es nada de lo que vinimos a buscar, creo yo. Pero es magnífico. Quatermain, creo que estamos ante los restos de una civilización desconocida. Totalmente ignorada.

—¿Y esos seres raros que dibujan?

—No es nada extraño, Qatermain, si ha visto los jeroglíficos egipcios con sus criaturas con cabeza de animales. Y si ha leído a Owen o a Darwin —No había leído a ninguno de los dos—, sabrá que aquí en la Patagonia solían existir criaturas realmente enormes, ahora desaparecidas. Esta gente habrá vivido en la época en que esos enormes animales estaban vivos.

—¿Y esto qué es? —Toqué la roca y estaba tan helada que me quemó los dedos.

Verne tocó también, pero sin tanta presión como yo.

—Esto es muy raro, Qatermain. Pero creo que se trata de alguna tumba. Una especie de sarcófago como el de los faraones egipcios.

—Traje dos cartuchos de dinamita, podemos volarlo si quiere.

Verne lo meditó unos segundos, y luego habló un rato con Lampu. No pude prestar atención a lo que decían, porque tuve que soportar las quejas de Jikile que al parecer estaba aterrorizado por ese lugar.

—Primero me gustaría ver qué hay arriba, ya que pareciera que tiene una tapa este sarcófago gigante —dijo Verne.

A pesar del clima de miedo y nervios que imperaba en esa cueva, fue bastante graciosa y hasta patética la forma en que hicimos que Verne llegase hasta lo alto del sarcófago. Jikile fue el que más sufrió el asunto, ya que Verne le pisoteó la cabeza sin misericordia, e incluso le volcó un poco de queroseno encima ya que se había llevado una de las lámparas arriba.

—Esto es una tapa, sin duda, Qatermain. Y bien podríamos meter esos cartuchos de dinamita en el costado para volar una parte. Va a ser una lástima, ya que también está cubierta de tallas y de eso que parece escritura, pero muero por ver qué hay dentro.

Si subirlo fue difícil, bajarlo lo fue más, y esta vez no sólo pisoteó al pobre Jikile, sino que me hizo doler mi pierna herida como no lo había hecho en toda la expedición.

Tan agotados quedamos los dos viejos, que dejamos a Lampu y a Jikile que corrieran con el trabajo de atar los dos cartuchos de dinamita en uno de los lados del sarcófago, mientras descansábamos. Los colocaron justo en la juntura de la tapa, en una de las esquinas.

Bebimos agua los tres para calmar la sed, y luego unos tragos de whisky para recuperar las fuerzas.

—Lo mejor será que salgamos lo viejos al pasillo y que Jikile encienda la mecha y corra, que es el más ágil —dije en inglés, que obviamente entendió Jikile y protestó, pero en zulú.

Protestas y todo salimos Verne, Lempu y yo hasta más allá de la puerta destruida. Cuando estuvimos bien protegidos, Verne gritó:

—¡Fuego!

Jikile comprendía el francés, pero se debe haber hecho el sordo. Así que repetí la orden en zulú, y al instante lo vimos que llegaba corriendo. Los segundos que pasaron antes de la explosión fueron eternos. Y el ruido posterior fue ensordecedor, seguramente potenciado por la forma de la recámara.

Lampu y Jikile se quedaron clavados al suelo y no quisieron avanzar, pero Verne ni se detuvo a esperarlos a ellos ni a mí. Cuando llegué al recinto Verne estaba intentando trepar por los escombros para asomarse al hueco que había quedado en el sarcófago.

No era muy grande, apenas si habíamos logrado crear un boquete de unos cincuenta centímetros.

—¿Qué hay dentro, Verne?

—No veo nada, venga con otra lámpara.

Llegué hasta allí, y me paré al lado suyo, los trozos de piedra nos servían justo para llegar hasta el agujero. Iluminé y dentro vimos algo tan horrible que nos hico caer de espaldas.

Jikile, con miedo y todo corrió dentro del recinto al escuchar los gritos que dimos, y me ayudó a levantar. Lampu entró unos segundos después y ayudó a Verne.

—¿Qué hay allí dentro, señor? —preguntó Jikile.

Mi rostro debe haber respondido, ya que vi el terror que yo sentía por dentro en la cara de mi sirviente. Miré a Verne, que parecía estar inmerso en sus pensamientos, sin mirar a nada.

—¿Qué cosa horrible es esa, Verne?

—No lo sé, pero… parece fresca.

—Parece un cadáver de algunos días, Verne. ¿Cómo puede ser eso posible?

Se acercó al sarcófago y volvió a tocarlo.

—No sé si el frío y el hermetismo del sarcófago lo habrán conservado, o si la criatura es la que le da tanto frío a la piedra. Subamos a ver otro poco, ¿está conmigo, Qatermain?

Me costó, pero asentí.

Volvimos a asomarnos, esta vez prevenidos. La criatura, o lo que quedaba de ella, era realmente desagradable a la vista. Tenía dos piernas muy retorcidas, como las de un avestruz, pero con la carne al aire, no sé si por descomposición o porque era así. El tronco era largo y fibroso, también en carne viva. Los brazos parecían estar articulados en dos partes, y no terminaban en manos, sino en una especie de garras o prolongación del hueso.

No tenía cabeza, sino que en algún momento habría tenido una especie de rostro en lo alto del tronco, o al menos es lo que parecía ser una boca, sin dientes a la vista. De lo más alto del cuerpo salían púas negras, seis de ellas. Toda la criatura parecía ser de un color verdoso amarillento, al menos así era su carne, o lo que nos mostraba la luz amarillenta de la lámpara.

El olor que despedía era casi insoportable, así que no me sorprendió que Verne se alejara a buscar algo en su mochila, que asumí sería un pañuelo. Pero lo que sacó fueron seis frascos de vidrio.

—¿Qué es eso, Verne?

—Los traje para recolectar insectos para mi colección, pero ahora servirán para tomar muestras de carne de esa criatura, ya que seguramente no podremos llevarla toda con nosotros.

—Verne, ¿qué está planeando? ¿Quiere mostrarlo en un circo? Oiga, el plan, la idea era encontrar la ciudad de oro, de plata y rubíes, no una criatura horripilante y apestosa.

Abrió uno de los frascos, tomó la rama que venía usando de báculo, y mientras le ataba un tenedor a la punta, me dijo:

—Qatermain, sé que le prometí fama, y la tendrá. Este ser debe ser sin duda el que tanto temían los Primigenios. Según especula Forsker, los Primigenios lo habrían atrapado luego de años de lucha. En una época estaban divididos en dos grupos, los mendialdeko y los basoan. Ambos practicaban la nigromancia, o sea el revivir a los muertos y también la invocación de criaturas extrañas.

—¿No era que usted no creía en esas cosas? —lo interrumpí. El siguió armando su instrumento, y hablando sin prestarme atención.

—Lo hacían durante una guerra que mantuvieron entre ellos desde el mismo momento en que llegaron a nuestro mundo, mucho antes de que nosotros existiésemos como especie. Esto que ha podido recopilar Forsker, es de mitologías, Qatermain, pero seguramente habrá toda una explicación racional para lo que hacían. Sea como sea, este que tenemos aquí, muerto ante nosotros es el temido Ehiztari. El ser que alguno de los dos grupos invocó por equivocación, y que luego no sólo los cazó a todos ellos, sino que él mismo hacía levantar a los Primigenios muertos y los hacía perseguir a los vivos.

—Verne, ¿no se ha detenido a pensar que por alguna razón dejaron a esa criatura tan sepultada aquí abajo?

—Este es el altar de Handigo en el cual lo sepultaron, sí. Forsker ya había predicho su existencia. Al parecer Handigo vendría a ser como el creador de los primigenios, y el que los habría recluido en nuestro mundo. Eso cuentan las leyendas.

—¿Qué leyendas, Verne?

—Unas que según Forsker se infieren dentro de los mitos de todas las culturas humanas, especialmente los mitos de los vascos.

—¿Los vascos?

—Listo. Tiene que leer el libro, Qatermain, sino luego se lo contaré. Ahora intentaré tomar algunas muestras.

Y lo logró. Con ese tenedor tomó seis trozos de carne del Ehiztari y los puso uno en cada frasco. Luego los cerró, y los guardó en la mochila. Parecía tan satisfecho como si hubiésemos descubierto el tesoro más valioso del mundo.

—Peligroso —entendí que dijo Lampu, al tiempo que señalaba una grieta que había aparecido justo arriba del sarcófago del Ehiztari.

—Eso no estaba allí, será mejor que salgamos antes que se derrumbe —dije.

Hay una leyenda de los kukuana de Kania que dice que si uno dice las palabras con temor estas se vuelven en contra del que las dijo. Eso ocurrió, un inmenso trozo de roca cayó sobre el sarcófago, despedazando uno de sus lados. El Ehiztari quedó a la vista de todos.

—¡Corran! —grité, pero un trozo más pequeño de roca cayó de lo alto y rebotó de tal forma que fue a dar a la cabeza de Jikile.

Lo volteó como arma caza elefantes. No parecía ser una herida mortal, pero sangraba mucho y lo había dejado inconsciente. Lo cargamos junto con Lampu, y salimos. Verne ya había escapado con su mochila.

Caminamos sin parar lo más rápido que pudimos. Sufrí mucho ese trayecto, pero la acción me permitía ignorar el dolor. Detrás nuestro se escucharon algunos ruidos más de derrumbe pero luego ya nada, lo que nos tranquilizó un poco.

Cuando llegamos al recinto tallado descansamos un poco. Revisé la herida de Jikile y noté que no sangraba. Le tomé el pulso y era inexistente, tampoco salía aire de su nariz. El pobre negro había muerto. Mi fiel Jikile.

Verne, a todo esto, había sacado los frascos de la mochila y los estaba envolviendo uno por uno en trozos de tela, para protegerlos. Ni se había preocupado por la noticia de que el pobre africano había muerto. Yo triste por mi compañero, fui a explorar el hueco por el que habíamos llegado, a ver si el derrumbe seguía allá a lo lejos, pero no se escuchaba nada.

Lampu se había acercado a Jikile, y otra vez pude comprender una palabra suya en castellano:

—No muerto —dijo.

—¡Jikile! —dije, exaltado al ver que había abierto los ojos—. ¡Estás vivo!

—No muerto —repitió Lampu.

Corrí como sólo un cojo puede hacerlo, pero antes de llegar junto a él, noté que algo iba mal. Jikile me miraba como si fuese un apetitoso asado de gacela.

—Jikile, ¿qué sucede? —dije.

—¡Cuidado! —gritó Verne en francés—. ¡Puede ser un reanimado!

—¿Un qué? —pregunté al tiempo que Jikile se lanzaba sobre Lampu.

Lo mordió en el cuello, pero el indio se las ingenió para empujarlo contra la pared. Mis reflejos pudieron más que mi fidelidad, y le descargué dos balazos en medio del pecho.

Eso no lo detuvo, caminó dos pasos tambaleante hacia Lampu otra vez. Pero antes de que diese otro, le volé la cabeza de un tiro con el winchester que tenía a mi espalda. Recién ahí quedó muerto de verdad.

—Salgamos de aquí —dijo Verne, pero apenas hizo a tiempo a tomar uno de sus frascos cuando escuchamos nuevamente caídas de rocas.

Ilustración de Pedro BelushiVerne quería guardar los demás frascos, pero me lo llevé a empujones. Lampu no tenía buen aspecto, pero al menos se mantenía en pie y dirigía nuestra retirada.

El camino era más costoso y doloroso de subida, pero el escuchar escombros cayendo funcionaba como una buena anestesia. Nos llevó un poco más de tiempo que a la ida, pero llegamos al recinto de tres metros de diámetro previo al estrecho túnel de salida.

—Quiero descansar —dijo Verne, y sin debatir el asunto se dejó caer sentado. Le dolía mucho la rodilla, se evidenciaba en el rosto.

Me acerqué a Lampu que seguía de pie, junto al túnel por el que habíamos entrado.

—Como está —pregunté en un español lastimoso.

El indio tuerto asintió con la cabeza, queriendo decir que estaba bien, pero no era lo que parecía. La mordida de Jikile había sido salvaje, y no paraba de salir sangre de la herida, a pesar que la presionaba con la mano y un trapo viejo.

—Verne, debemos llevar a este hombre cuanto antes ante un médico, o al menos con su gente, que algún curandero tendrán.

El escritor estaba más allá, en su propio mundo. Había destapado el único frasco que había podido salvar, y lo miraba como si no se nos estuviese viniendo la montaña encima, como si Jikile no estuviera muerto, luego de haber revivido, y como si el indo directamente no existiese.

Lo traje a la realidad, y le ayudé a levantarse. Lampu entró primero en el estrecho túnel, y yo fui detrás. Habíamos recorrido tres metros cuando Lampu se desplomó. Si ya era aterrador sentir que la roca lo aprisionaba a uno en ese túnel, encontrarse con que estaba tapado era la peor pesadilla.

—¿Qué está pasando, Qatermain? Haga que ese indio se mueva —dijo Verne.

No era tan sencillo, al parecer se había desmayado por tanta sangre perdida, y no respondía a ningún pellizco que le diese en las piernas. No lo podía empujar porque no había espacio suficiente para que hiciera fuerza, sin contar que faltaban como tres metros, y el indio había quedado medio trabado entre la roca.

—Vamos a tener que retroceder, Verne, y arrastrarlo hasta el recinto.

—Está loco, se nos cae el techo encima, pruebe de empujarlo.

—Ya lo probé, y ya no se escuchan ruidos atrás. Vuelva, Verne, es la única salida.

Refunfuñó y retrocedió. Le costó mucho, imagino que por la rodilla. Yo ya había olvidado mi dolor, de la misma forma que un guerrero sigue luchando a pesar de haber perdido un brazo. Tardé bastante tiempo en sacar a Lampu de allí. Parecía pequeño, pero era macizo.

Lo examiné y descubrí que todavía respiraba, no estaba muerto, pero pronto lo estaría sino lográbamos llevarlo fuera a que lo curasen.

Verne entró primero esta vez en el túnel, y se fue apresurado. Yo preparé a Lampu ante el hueco de entrada con las piernas para arriba pegadas contra la pared de la cueva. Pensaba arrastrarlo de las piernas, que sería más sencillo que del otro modo.

Para no tener que entrar al revés y luego andar para atrás, le até una soga a los pies, y así entre normal y tironeé hasta que entró. Luego no me costó tanto como pensaba arrastrarlo por la cueva. Sólo que a mitad de camino despertó, y no de buenos modos.

Intentaba levantarse, pero no había suficiente espacio, así que se chocaba la cabeza contra la roca de arriba una y otra vez. La forma en que me miraba y zarandeaba sus piernas atadas, me hizo acordar a Jikile. Pero no estaba seguro, tuve que decidir en un segundo que hacer, y opté por arrastrarlo igual, ya veríamos afuera con qué nos encontrábamos.

—¡Verne! ¡Prepare un rifle, que me parece que tenemos problemas! —grité, pero no tuve respuesta.

Lampu me hizo muy difícil el trayecto, rasguñaba las paredes al grado de arrancarse las uñas. Pero al fin salí y lo dejé un rato adentro pataleando y moviéndose como un perro rabioso.

Verne estaba desmayado contra un árbol, abrazando su frasco de vidrio. Lo ignoré. Saqué mi colt .45 y con la mano libre comencé a tirar de la cuerda. El hueco de salida estaba a un metro de altura, por lo que Lampu cayó estrepitosamente en el suelo. Cosa que no pareció notar, siquiera.

No sé cómo hizo pero se las ingenió para ponerse de pie, aunque al tener atados los pies, no podía caminar, así que volvió a caerse. Era obvio que tenía un ataque rabioso como el que le había ocurrido a Jikile, pero Lampu al estar atado era inofensivo. Seguía intentando levantarse y cuando lo lograba, volvía a caerse.

Fui a despertar a Verne sin dejar de vigilar a Lampu.

—Dios mío, ¿este también se volvió reanimado? —dijo al ver el cuadro patético de Lampu arrastrándose por el suelo hacia nosotros, con el rostro desencajado, y la mirada muerta.

—Verne, será mejor que me diga qué es lo que sabe sobre esto, porque creo que me ha ocultado información. Ni mi fiel Jikile, ni este indio se merecían una muerte como esta o lo que sea que les ha pasado.

—No le oculté nada, Quatermain. Es que simplemente encontramos otra cosa diferente. Algo de lo que he leído, pero que no esperaba encontrar.

—Resuma, Verne —Lampu seguía asercándose.

—Son muertos vivos. Como los que le conté que usaban los Primigenios, que revivían con sus artes nigrománticas. Y lo mismo hacía este Ehiztari. No sé cómo actúa, pero al parecer su propio cuerpo, su cadáver, funciona para despertar a los muertos. Quatermain, imagine lo que tengo aquí —Mostró el frasco—, esta es la clave para una vida más allá de la muerte.

—Verne, por nada en el mundo me gustaría volver en este estado —dije, señalando a Lampu que apenas estaba a dos metros nuestro.

—Debe haber alguna forma de controlar ese estado rabioso. Aléjelo, Quatermain. Pero no lo mate, me gustaría que lo lleváramos…

No hice caso a sus palabras, y le metí una bala .45 en la cabeza. Eso lo mató bien matado.

—¿Qué hizo?

—Ya tiene su frasco, ahora larguémonos de aquí. No queda nada en este lugar por lo que valga que nos quedemos un minuto más. Me recorrí medio mundo para llegar hasta aquí, sólo para encontrar muertos vivos. No creo que pueda salir nada bueno de esto, Verne. Pero usted es libre de hacer lo que quiera.

Fuimos en silencio hasta la balsa, y cruzamos el lago todavía sin intercambiar palabra alguna. En la orilla de enfrente nos esperaban los pehuenches. El más anciano de ellos estaba detrás de los niños, y de las dos parejas. Tenía el rostro serio, parecía intuir algo que lo que había ocurrido. Los demás sólo parecían sorprendidos de que nuestros dos acompañantes no hubiesen vuelto.

Nos ayudaron, pero la verdad es que no nos pudimos comunicar. Con algunas señas, les hicimos entender que nuestros amigos todavía seguían en la isla. Pero no eran tontos, comprendieron bien que ya no iban a volver. Al menos eso noté en las miradas que intercambiaron entre ellos.

El anciano se acercó a mí y me dijo algo, pero sólo me quedó grabada una de las palabras, ya que la repitió varias veces: Witranalwe.

El camino de retorno no fue difícil de hacer sin la ayuda de Lampu. Sólo había que seguir los ríos. Verne intentó reclutar a alguno de los pehuenches para que viniesen con nosotros como guía, pero no lo logró. Él se convenció de que no se hizo entender, pero yo creo que eligieron no hacerlo.

Una vez en Carmen de Patagones alquilamos una habitación y dormimos durante un día entero. A la mañana siguiente ya me había decidido. No volvería con Verne en su barco. No podría tolerar un viaje tan largo con alguien a quien había dejado de respetar, y a quien había comenzado a temer por las locas ideas que estaba pergeñando con ese trozo de carne putrefacta que llevaba en el frasco de vidrio.

No pareció sorprenderse, y tampoco le costó mucho conseguir dos marineros que lo acompañasen en su viaje: un galés y un francés. Me enteré que en Bahía Blanca tenían un tren que iba hasta Buenos Aires, así que preferí ese viaje.

Contraté a un tehuelche de la zona para que me guiase en el viaje hasta Bahía Blanca, que era de unos tres cientos kilómetros. Resultó que mi guía, que se llamaba Aiush, sabía algo de inglés gracias a los galeses que estaban asentados en la Patagonia. Era todo un políglota. Según me dijo hablaba algo de inglés, bastante gales, su aoniken, o tehuelche, mapudungún que era la lengua de los mapuches, y obviamente el español.

Apenas me dijo que dominaba el mapuche le pregunté por lo que me había dicho el anciano: Witranalwe. Su rostro se puso sombrío, pero terminó relatándome una leyenda de los mampuches.

Este witranalwe era un ser maléfico. El espíritu reencarnado de una persona fallecida. Se decía que asaltaban a la gente en los caminos cuando estaba sola. Eran flacos, altos y de ojos chispeantes. Según creen los mapuches, no es un cadáver andante, sino que está formado con las uñas, dientes y otras partes de hueso del esqueleto del fallecido. Al parecer lo que buscaba este ser en los vivos era apropiarse de algo de ellos, de su carne.

En Bahía Blanca encontré un buque inglés que iba para Ciudad del Cabo, en el sur de África. Preferí ese destino que volver a Inglaterra. Necesitaba volver a mi África, a mis elefantes, gacelas y leones. Ya no más muertos vivos, y jamás volveré a la Patagonia. Es otro mundo.

FIN

1888 - Conspiración Zombie

La Segunda parte de Verne y Qatermain contra los Zombies

Continuación de Julio Verne y Allan Qatermain contra los zombies

1888 - Conspiración Zombie

 

—Quieto o tus sesos decorarán la pared —le dije en inglés, sin esperar que entendiese mucho.

La luz de la luna se colaba por la ventana, y me dejó ver al intruso. Una cicatriz le cruzaba el rostro desde la frente hasta la barbilla, anulándole el ojo izquierdo en el camino, que brillaba blanco y muerto. El otro ojo estaba fijo sobre mí. Dijo algo que asumí que era en español, así que desperté a Verne.

—Es nuestro guía —me dijo—. Lo reconozco por la cicatriz. Mi informante Vazquez, me lo describió bien.

Bajé mi arma, y los escuché hablar, comprendiendo a medias. Algunas palabras del español eran parecidas al francés, pero cuando uno creía estar comprendiendo algo, se daba cuenta que no había entendido nada.

—Se llama Lampu, y es mitad mapuche mitad tehuelche —me explicó Verne a la mañana siguiente, mientras desayunábamos—. Los soldados argentinos le dicen Huedhued, que significa loco en mapuche. Vazquez me lo describió en cartas como un hombre callado, taciturno pero que sabía muchísimo de las dos culturas a las que pertenece. Es él quien estuvo en la isla a la que debemos ir. Según parece estuvo con la expedición final que echó a todos los mapuches que vivían en las cercanías del lago Nahuel Huapi. Ahora apenas si viven dos familias de indígenas colaboracionistas, allí. Dice que en esa última expedición unos soldados quisieron ir a la isla, ya que tiene una colina alta, donde querían izar la bandera argentina. Los indios la llamaban Pu fücha huapi, que significa isla de los viejos. Pero estos soldados la apodaron isla General Villegas, en honor al comandante de la campaña contra los indios.

Verne detuvo su relato para liquidar su te. No pude dejar de notar la forma en que subía y bajaba su bigote cuando saboreaba el líquido. El hombre parecía estar viviendo su vida por primera vez, por la pación con que me relataba lo que le había contado ese mapuche. Pero los tuertos siempre me dieron desconfianza. Una leyenda africana dice que pueden estar en los dos mundos a la vez, con el ojo vivo están en el mundo real, y con el otro miran al mundo de los muertos.

—El tema es que Lampu los acompañó a estos soldados, que armaron un bote y fueron a hacer patria en la isla —retomó Verne—. Y mientras ellos se divertían izando la bandera, él descubrió la cueva que lleva a la ciudad inmortal o como él la llama a la morada de los antiguos.

—Que vendría a ser la que nosotros buscamos, ¿no?

—Sí, sí. Esta ciudad es la que ha generado tantas leyendas en esta zona. En los mitos la suelen llamar la Ciudad encantada de los Césares o a veces Elelín. Pero yo creo que tiene más que ver con las leyendas sobre los Primigenios.

—¿Primigenios?

—Un sabio noruego, Galning Forsker, investigó mucho sobre estos Primigenios, que él cree fueron una raza de seres anteriores a la humanidad. Vivieron en nuestro mundo hace muchos miles de años, pero algo se los llevo, los persiguió hasta que los mató a todos. Sólo quedan sus ruinas desperdigadas por el mundo, supuestamente, pero nadie pudo encontrar ni una sola de ellas. Forsker aventura algunas posibles locaciones en su libro, y la Patagonia es una de ellas.

—Permita que lo interrumpa, Verne. Le pregunté por los Primigenios, porque me sonaba ese nombre. Se lo escuché a Madame Blavatky.

—¿Blavatsky? ¿La fundadora de la Sociedad Teosófica? —dijo Verne, y su rostro evidenció que no le gustaba mucho.

—La misma. Me vino a ver cuando estuve en Londres. Me llenó a preguntas sobre las Minas del Rey Salomón, y me contó muchas historias, algunas las creí, otras no tanto.

—No hay que creerle nada. Se lo ha inventado todo, con ese libro Isis sin velo, ha llevado el estudio de los antiguos a la caricatura.

—Pero mencionó a los Primigenios…

—¿En qué contexto? —preguntó Verne, ya con tono de exasperado.

—Me contó que estaba preparando un libro, que se basaba ampliamente en el Libro de Dzyan. Un antiguo manuscrito, del que sólo hay un ejemplar en el Tíbet. Según ella sólo existió una religión auténtica, que sería la raíz de todas las religiones actuales, y de todos los mitos. Sería el origen de todo el saber humano, y se debería a una civilización anterior a la humanidad. Ella se refirió a estos antiguos como los Primigenios. Ese Libro de Dzyan, sería lo único que quedó de ellos. Escrito en una colección de hojas de palma, resistente al agua, el fuego y el aire.

—Puro sinsentido, esa mujer es una mentirosa patológica, si hasta dice comunicarse con gente a la distancia por medio del pensamiento. Absurdo.

No insistí. Minutos más tarde vi por la ventana a nuestro guía, parado en medio de la calle de tierra. Fui a buscar a Jikile, mientras Verne conversaba con Lampu. Se nos unieron poco más tarde.

Jikile no paraba de quejarse de la falsedad de Verne al haberlo hecho dormir en el establo, y luego defender la igualdad de los pueblos. Pero yo le aclaré que había dormido allí por decisión mía. Siguió protestando igual contra Verne, cambiando las razones cada tanto, no se calló ni siquiera cuando Verne llegó, ya que me hablaba en zulú.

Pasadas las nueve de la mañana comenzamos la segunda parte de nuestro viaje. Teníamos unos ochocientos kilómetros por delante, que nos llevarían unos diez días, según Lampu.

Nos aclaró bien de entrada que no podríamos trotar, ni hacer correr a los caballos por ningún motivo. Dijo que si había que adelantarse lo haría él, pero que nosotros ni siquiera lo intentásemos. Ante mis dudas sobre este tema, me aclaró que era peligroso, porque estaba repleto de pozos el camino, madrigueras, que los caballos no sabían ver. Así es que podía terminar el caballo quebrado, y uno perdiendo la cabeza contra el suelo, si se iba a mucha velocidad.

No lo puse en duda, ya que estaba en terreno desconocido. Casi que me sentía de más, porque lo único que estaba haciendo era organizar la expedición en detalles sin mucha importancia que podría haber hecho cualquiera. Me di cuenta que no sabía nada sobre la Patagonia, y que era tan diferente a mi África, que casi se podría hablar de dos mundos aparte.

No los voy a aburrir con detalles sobre el viaje bordeando el río Negro, ya que no pasó nada digno de mención, más que al atardecer del sexto día en que vimos una manada de guanacos, una especie de venados americanos. Verne me pidió que hiciera puntería con ellos, y maté a tres antes de que los demás se hubiesen dado cuenta.

Eso me hizo ganarme el enojo de Lampu, que no estaba de acuerdo en matar por matar, así que fue y les quitó el cuero. Debimos comernos uno esa noche ante las reprimendas del indígena. Era carne dura, pero se comía bien. Al menos era algo fresco.

Al atardecer del noveno día llegamos a un paramo que parecía mágico. Ya se veían las altas montañas de los Andes al fondo, y Lampu nos había identificado el más alto pico como el volcán Lanín.

Era un espectáculo realmente bello, el triángulo blanco del volcán nevado a veces parecía flotar en el horizonte, sin que nada lo uniese a la tierra. Pero ese páramo al que llegamos era como una avanzada de las montañas, con montes bajos, pero con formas tan variadas que parecían altares tallados en la roca.

Lampu lo llamó el valle encantado, en su lengua, que no retuve cómo se decía. Pasamos la noche allí, y a la mañana siguiente llegamos a la orilla del lago. Era increíble ver cómo ese inmenso espejo azul parecía desagotarse por el río Limay. Una fuerte corriente de agua entraba desde el lago al río, algo muy extraño de ver.

—Algún día se va a quedar seco —me dijo Jikile.

Verne no decía más que dos o tres palabras por día desde el evento de los guanacos, que lo había entusiasmado, pero al día siguiente volvió a encerrarse sobre sí mismo.

Escuché a Verne preguntar algo en relación a la isla, palabra que ya había aprendido en español. Lampu habló un largo rato.

—¿Qué dijo? —pregunté.

Verne me respondió sin dejar de mirar a lo lejos, a las aguas del lago.

—A unas horas de aquí deberíamos encontrarnos con una familia pehuenche, los únicos que viven por aquí. Al parecer el fuerte Chacabuco, que estaba por aquí cerca, está abandonado ahora. Así que iremos a quedarnos con esa familia que habitan en una pradera frente a la isla.

—Tendremos que fabricar una balsa o un bote.

—Vengo preparado para ello —me dijo, y azotó su caballo para seguir a Lampu, que había retomado la marcha.

Comimos rico esa noche gracias a la hospitalidad de los indios. Ante mi curiosidad, nos contaron que todo estaba hecho a base o con algo del pehuén, un árbol que crece por la zona y es sagrado para ellos. Usan sus piñones para todo tipo de alimentos, incluso para algunos remedios.

Por la mañana entre todos cortamos unos troncos y armamos una balsa. La hicimos con doble fondo de troncos ante el consejo de Lampu, ya que el agua del lago era tan fría que según él si caíamos de la balsa podría pararnos el corazón. Ellos, sin embargo, se bañaban en sus aguas sin problema, pero Lampu había visto ahogarse a más de un huinca, como le dicen ellos a los blancos.

Después del almuerzo probamos la balsa por allí cerca, y funcionó de maravilla. Verne ya quería ir a la isla, pero lo convencí de esperar al día siguiente. Era mejor salir bien temprano, junto con el sol, así dispondríamos de todo el día para explorar la isla. El sol se ocultaba temprano detrás de las montañas allí, otorgando pocas horas de sol a la jornada.

A la mañana siguiente, me desperté con el ojo sano de Lampu observándome. Le pregunté qué sucedía en español, pero sin responderme dio media vuelta y fue hasta un fogón donde estaba preparando café. Verne tardó en despertarse, pero luego estaba tan entusiasmado por partir que ya resultaba molesto.

Cargamos las armas, comida, sogas, lámparas y una tienda en la balsa por las dudas que tuviésemos que pernoctar en la isla.

El viaje sobre las aguas heladas del lago fue un poco accidentado, se había levantado un fuerte viento que levantaba olas grandes que nos dejaron bastante mojados y muertos de frío. Por suerte el sol se mantuvo desvelado durante todo el día, así que entramos en calor a poco de llegar a la isla.

No era muy grande, y la colina donde se supone que estaba la cueva estaba cerca. Lampu nos guió entre los árboles y pequeñas praderas, y allí llegamos.

Soy un ávido lector cuando estoy en Inglaterra, y el último libro que leí fue Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, si alguno de ustedes lo ha leído les pido que recuerden la entrada por la que Alicia se introduce. Así igual era la que nos señalaba Lampu.

—Este indio estaba borracho cuando estuvo acá —me dijo Verne en francés.

Escuché que le preguntaba algo a Lampu, pero no comprendí. Realmente debería haber estado bebido, ya que ese hueco en las rocas, era tan pequeño que a cualquiera de nosotros nos iba a costar mucho entra por allí. Deberíamos hacerlo gateando, y ni Verne ni yo estábamos para esos trotes.

Verne discutió acaloradamente hasta que terminó señalando la entrada. Lampu no esperó mucho y se metió por el hueco hasta desaparecer. Pasaron unos minutos hasta que volvió a salir de cabeza. O sea que en algún lugar había podido dar la vuelta. Eso nos convenció de que adentro sería más espaciosa la cueva. Le dimos una oportunidad.

Primero entró Lampu, y detrás fue Jikile, protestando por supuesto. Verne abusó de su estatus de jefe de la expedición y me hizo entrar a mí en tercero.

No necesitan que les diga que para un hombre que ha pasado toda su vida al aire libre, en regiones en las que el horizonte se ve hacia cualquier lado que uno voltee, tener que gatear seis metros con la roca casi rozando todo su cuerpo fue una de las experiencias más aterradoras que me ha tocado vivir, al menos hasta ese momento.

Recorrida esa distancia salimos a una oquedad que tenía poco más de dos metros de altura. Era circular, con unos tres metros de diámetro. Una vez llegó Verne con nosotros, Lampu nos llevó por otro hueco que por suerte era más grande, tendría un metro setenta de altura, ya que yo apenas tuve que reclinar un poco la cabeza para no llevarme ningún saliente por delante.

Lampu y Jikile llevaban cada uno una lámpara a queroseno, con abundante combustible de repuesto cargado a espaldas de mi sirviente.

El túnel que seguíamos iba en bajada, con partes un tanto empinadas y sin escalones. Mi pierna sufrió bastante ese trayecto, y también a Verne.

Luego de unos quince minutos de caminata llegamos a un pequeño recinto que daba a otras tres cuevas. Pero ese lugar ya no era una simple cueva, estaba decorado. Estaba plagado de dibujos tallados en la roca con una calidad artística que nunca había visto. Los dibujos eran de calidad, sí, pero horripilantes. Ni sabría decir si lo que veíamos en las tallas eran criaturas, o qué.

Lampu nos apresuró para que entrásemos en la puerta de más a la izquierda. Verne quiso saber qué había en las otras, a lo que Lampu respondió que sólo había trampas.

Esa cueva por la que entramos era perfectamente liza, con algunas tallas cada tanto que parecían algún tipo de escritura o código. Cada tanto había algunos escalones hacia abajo, pero no servían de mucho, ya que eran de un tamaño desproporcionado para nosotros. Tan altos, que era más incómodo que bajar por la pendiente.

Luego de unos doscientos metros con bastantes curva, llegamos hasta una parte repleta de escombros. Con Verne los analizamos un buen rato a la luz tenue, y concluimos que eran parte de una puerta que cubría la cueva por la que íbamos.

Continúa en La Tercera parte de Julio Verne y Allan Qatermain y los Zombies

1888 - Conspiración Zombie

Julio Verne y Allan Quatermain contra los Zombies

Autor Martín Cagliani

Ilustraciones Pedro Belushi

(Utilizando personajes ficticios de la obra de H. Rider Haggard)

©Todos los derechos reservados.

Relato escrito por Allan Quatermain que nunca fue publicado a pedido de Julio Verne. Se sabe que fue escrito en marzo de 1888 y que la expedición partió el seis de enero de ese año. Quatermain es un cuenta cuentos profesional, que si bien suele relatar sus propias aventuras, nunca se sabe cuanto hay de cierto, y cuanto es ficción, pero en vista a otros archivos de la Conspiración de 1888, no parece ser que se haya permitido muchas libertades literarias en la narración de esta desgarradora aventura.

zombies, por Pedro Belushi

Como en todos mis relatos me disculpo por lo burdo de mi modo de escribir. La única excusa que puedo presentar es que estoy más acostumbrado a manejar un rifle que una pluma, y que no puedo aspirar a los altos vuelos y adornos literarios que observo en las novelas. Dice un refrán kukuana que "una lanza afilada no necesita brillo", y basándome en el mismo argumento, me atrevo a esperar que una historia verídica, por muy extraña que sea, no necesite el adorno de las bellas palabras.

Fue curiosa la forma en que Julio Verne y yo nos conocimos. El encuentro ocurrió dos meses antes de que partiésemos hacia la Patagonia. Estaba yo en París dando una conferencia en la Société française d'exploration sobre mi expedición a las Minas del Rey Salomón sin saber que el gran escritor Julio Verne estaba entre mis oyentes.

Había terminado la exposición, y me logré librarme de los curiosos que me llenaban a preguntas. Caminaba cojeando más que de costumbre, ya que cuando me pongo nervioso la herida me duele más que nunca. Pero cuando levanté la vista, venía hacia mí un hombre que también cojeaba, estaría cercano a los sesenta años, como yo, y llevaba una barba prolijamente cortada, no como la mía que llevo descuidada.

Lo vi con intenciones de hacerme preguntas, pero yo no podía más de dolor, así que sólo quería sentarme, y le dije en un mal francés, mientras señalaba mi pierna:

—Cuando se han matado sesenta y cinco leones en el transcurso de una vida, como es mi caso, es triste que el león número sesenta y seis te mastique la pierna como si se tratara de un trozo de tabaco.

Logré sacarle una sonrisa, pero no entendió la indirecta, siguió caminando a mi lado. Seguramente a la vista de otros pareceríamos veteranos de guerra, los dos arrastrando la pierna. Luego me enteré que su herida era de bala, y nada menos que producto del disparo de un sobrino un tanto loco.

Luego de las presentaciones de rigor, Verne cortó por lo sano como lanza zulú.

—Señor Quatermain, le voy a ser sincero. Conocía su expedición de antes, ya que mi editor… en paz descanse, me facilitó una copia de su libro, que están por salir a la venta en francés, así que no vine aquí a conocer su aventura, sino a invitarlo a participar en otra.

Me sorprendí, ya que en el estado que me encontraba ese día no pensé que nadie me viese como un posible aventurero, y para ser sinceros, Verne no parecía poder caminar más de veinte metros sin pedir una mula a gritos.

Me contó que había pasado muy malos momentos familiares, y que su carrera de escritor estaba en peligro por haber perdido recientemente a su editor de toda la vida, y también a su madre. Por eso quería partir a comprobar unos datos que le habían llegado sobre una ciudad fabulosa en la Patagonia. Quería comprobar en el terreno esa historia, para utilizarla en una novela que estaba tramando.

Pero no le alcanzaba con los relatos de capitanes y exploradores, como se había manejado hasta ahora, sino que esta vez necesitaba viajar en persona. Como lo había hecho siete años antes en su amado velero Saint Michel.

No le costó mucho convencerme, a pesar de que ya con dinero no se me podía comprar, por las innumerables riquezas que descubrí en las Minas del Rey Salomón. Pero lo que Verne quería buscar era la ciudad inmortal, la ciudad eterna, la ciudad errante de oro y plata de los Césares.

A pesar de que mi vida transcurrió en el continente negro de África, algo conocía sobre las leyendas de América. Sin duda que descubrir esa mítica ciudad que innumerables exploradores habían buscado por toda la Patagonia, me traería más fama todavía que las Minas del Rey Salomón.

Verne tenía datos fidedignos de que en un lago llamado Nahuel Huapi unos indios locales habían descubierto una entrada secreta que daba a unas ruinas. El informante era un ex chamán mapuche devenido en explorador del ejército argentino, y que había perdido a toda su familia en las guerras de conquista. Con él deberíamos encontrarnos en Carmen de Patagones, la ciudad en el confín civilizado de Argentina, la ciudad que abría las puertas a la enigmática Patagonia.

Partimos sólo Verne y yo, acompañados por mi fiel Jikile, el criado zulú que me venía acompañando desde hacía algunos años. Sin olvidarnos de los tres rifles Winchester, mi fusil para cazar elefantes y una colt 45 para cada uno. Jikile, insistió en llevar su lanza ceremonial.

El viaje desde Francia duró dos meses. Hicimos escala en Río de Janeiro y en Buenos Aires, para terminar el recorrido marino en Carmen de Patagones. Ciudad ubicada a orillas del río Negro, a unos veinte kilómetros de la desembocadura de este río en el océano Atlántico.

No puedo decir que haya disfrutado de ese viaje en velero, ya que fue una tortura. Verne casi no emitió palabra en los dos meses, y Jikile habló el equivalente a veinte personas. Siempre burlándose y mofándose de Verne, de los franceses, de mí, de los ingleses, de los brasileños, de los argentinos, de quien pudiese decir algo. Obviamente, siempre en su lengua zulú, como para que sólo yo debiese sufrir sus diatribas.

Con Verne nos costaba comunicarnos, ya que su inglés era casi ininteligible, y mi francés dejaba mucho que desear, pero si yo hablaba en inglés, el me entendía bien, y yo lo entendía cuando él lo hacía en su propia lengua. Así que para el día en que llegamos a las costas de la Patagonia, el Saint Michel era una Babel andante, cada uno hablando en un idioma diferente. Lindo espectáculo habremos dado cuando nos presentamos en el único hotel del pueblo que se hacía llamar ciudad.

Según me pude enterar, Carmen de Patagones había sido fundada más de cien años atrás, pero no parecía haber crecido mucho desde entonces. Es que hasta hacía apenas algunos años, había sido una avanzada de la civilización dentro de un territorio hostíl. Porque antes sólo se podía llegar a la ciudad por mar, ya que estaba separada por cientos de kilómetros de la población argentina más cercana. Pero en los últimos diez años, el gobierno argentino había conquistado toda esa vasta región, aniquilando a las poblaciones indígenas de la zona.

Verne no estaba muy informado sobre la geografía de la zona. Sus lecturas tenían veinte años de antigüedad, y tan sólo en el transcurso de los últimos cuatro años el mapa por completo había cambiado.

Él venía preparado para lidiar con los indígenas de la región, y ahora resultaba que no había ni uno. Según decían los soldados con los que pudimos conversar, o mejor dicho, con los que Verne conversaba en su oxidado español, nos contaron que para llegar al lago Nahuel Huapi, deberíamos seguir el curso del río Negro, que en algún momento se encontraría con el Limai, y este nos llevaría hasta el lago.

Antes estaba cubierto de indígenas hostiles, pero ahora ya no quedaba nadie, el camino estaba tachonado de fuertes militares. Incluso casi a orillas del lago había uno, que no se sabía bien si seguía activo y si ya había sido abandonado, ante la virtual desaparición de los indígenas de la región.

Tuvimos que esperar seis días a que el guía e informante de Verne volviese de un viaje que había hecho a un fuerte cercano. Alquilamos una pequeña habitación para Verne y para mí, y Jikile dormía en el establo con los caballos y mulas que ya habíamos comprado para la expedición.

Una noche, mientras yo intentaba conciliar el sueño frente a los ruidosos ronquidos de Verne, un hombre entró en la habitación. Me puse de pie de un salto, con mi colt 45 ya en mano apuntando a la cabeza.

Continúa en La Segunda parte de Verne y Qatermain contra los Zombies

1888 - Conspiración Zombie

lunes, 12 de octubre de 2009

La granizada de los Muertos

Autor Martín Cagliani - Ilustraciones Pedro Belushi

(Utilizando personajes ficticios de la obra de Arthur Conan Doyle)

©Todos los derechos reservados.

Relato perteneciente al arthivo de Dr. John Hamish Watson, fue fechado en 1888, sin exactitud, pero seguramente relata una conversación ocurrida poco después del brote zombie de Boscombe, Gran Bretaña.

Sherlock Holmes se entusiasmaba especialmente cuando le llegaba un paquete del extranjero. Solían llegarle de los lugares más distantes y extraños. A veces una pipa para su colección, otras un simple periódico de la localidad más disparatada. Por eso no me asombré que pasara gran parte de la mañana estudiando una pila de periódicos que, según me dijo, le había sido enviado desde la India.

image Me sobresaltó cuando por fin me dirigió la palabra, yo estaba inmerso en la relectura de La danza de la muerte, de Ambrose Bierce.

—Es sorprendente, querido Watson, cómo un simple hecho cotidiano puede volverse maravilloso y hasta fantástico cuando cae en manos de los periodistas —dijo mi amigo Holmes, sin dejar de mirar un grueso tomo del que pasaba hojas casi sin leerlas desde hacía más de quince minutos.

—¿A qué hecho se refiere, Holmes?

—Por ejemplo —Me miró fijo, y dibujó círculos con las manos—. Un hombre cruza un campo para saludar a su esposa, y jamás llega al otro lado. Su amigo Bierce lo convierte en un cuento sobrenatural. Un periodista, en una catástrofe. Pero ambos se inventan una historia para explicar un hecho cotidiano teñido de extrañeza.

—Lo sigo.

—Usted sabe, querido amigo, que me gusta que me envíen periódicos de los lugares más distantes, y por suerte tengo algunos conocidos en el puerto que me procuran material para mi extraño pasatiempo. Hoy me acaba de llegar una pila de periódicos de la India. De diversas ciudades, pero sin duda el más interesante es el de la ciudad de Bareilly, a orillas del rio Ramganga. Allí cuentan, querido Watson, que el día 30 de julio ha ocurrido una granizada tan potente que ha matado a dieciséis personas. Pero no se sobresalte, ya que eso no es lo sorprendente, sino que dicen que en la vecina ciudad de Moradabad, a unas treinta millas, el mismo granizo asesinó a doscientas treinta personas.

—Eso más que sorprendente, parece casi increíble. ¿Usted presume invención de parte del periodista?

—Me huele a algo oculto, Watson. Pero no por simple intuición, ya que dentro de la pila de periódicos he encontrado otro de una ciudad más distante, que se refiere al mismo hecho, sólo que esta vez por boca de un supuesto testigo que pasó por Moradabad dos días después de la granizada.

—¿Y qué dice ese testigo?

—Se lo voy a leer textualmente, Watson. Usted me dirá luego qué opina antes de que yo le de mis conclusiones, que seguramente estarán apoyadas por su opinión previa.

Dejó el libro que tenía entre manos, y tomó un periódico muy amplio y amarillento.

—Cito: “El señor Saccai Bayavaha, mercader de variedades, estuvo en el lugar de la tragedia dos días después. Vio con sus propios ojos el desastre, y lo que vio fueron cuerpos destrozados por todos lados. Niños, mujeres, ancianos. Brazos y piernas separadas del cuerpo, con trozos faltantes como si hubiesen sido mordidos. Todos con las cabezas despedazadas y a veces directamente decapitados”. Según dice más adelante, al parecer tal magnitud de heridas no se vio en Bareilly, donde los dieciséis muertos pasaron a ese estado por algún golpe muy fuerte en la cabeza. En Moradabad doscientas treinta personas fueron masacradas por una tormenta. El broche de oro es que al día siguiente fueron todos cremados por orden de la policía.

Holmes, dejó el periódico sobre su escritorio y me miró fijo mientras encendía la pipa.

—Realmente me resulta increíble semejante cuadro, Holmes.

—Hay suficientes testigos como para descartar un invento de los periodistas —agregó, y soltó una bocanada de humo.

—Siendo así, mi duda es sobre la magnitud del destrozo. La fuerza de la gravedad puede hacer estragos sobre el débil y suave cuerpo humano, pero no al grado de desmembrar y decapitar a la gente, o arrancarles trozos de carne.

—Note, querido Watson, el detalle de que todas las cabezas presentaban laceraciones importantes. —Asentí con la cabeza para darle la razón, y dejarlo que siguiese con el hilo de pensamiento—. Usted sabe lo interesantes que me resultan los hechos que se presentan como sobrenaturales, pero a veces sin que se los muestre como tales, lo parecen. En este caso, un simple granizo, por más grande y fuerte que fuese, no puede hacer semejante cantidad de destrozos. La gente habría acudido a cubrirse. Está en la naturaleza de todo ser vivo el querer mantener esa vida.

Se puso de pie y fue hasta mi escritorio, tomó un documento que había terminado de escribir hacía poco tiempo. Lo miró apenas, y luego viró hacia mí con una sonrisa llena de astucia infantil.

—Algún día deberemos retomar esta investigación, Watson. Creo que hoy hemos encontrado un paralelo, y no creo que sea único. Lo que ocurrió en Moradabad es un brote similar al de Boscombe. Sólo que en el nuestro los muertos vivos eran apenas seis, y aquí doscientos treinta. No se olvide que la corona ocultó el brote de Boscombe, y la limpieza a la que se sometió la región, con un par de excusas absurdas en los periódicos. Al parecer hicieron lo mismo en la colonia de la India. La Patagonia y Buenos Aires nos siguen esperando, Watson.

—Habría que empezar a planear el viaje, Holmes.

FIN

1888 - Conspiración Zombie

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domingo, 9 de agosto de 2009

Freud y Charcot contra los zombies

Autor Martín Cagliani - Ilustraciones Pedro Belushi

(En base a textos de Sigmund Freud)

©Todos los derechos reservados.

A continuación se presenta un escrito inédito de Sigmund Freud sobre una investigación llevada a cabo por Jean-Martin Charcot con zombies. La fecha que figura al final del documento, diciembre de 1888, seguramente fue cuando fue escrito, pero el evento no puede haber ocurrido antes de julio de ese año, ya que aquí se habla del brote zombie del 12 de julio de 1888 en Inglaterra, relatado por John Watson, y se menciona el anterior de Estados Unidos relatado por Galning Forsker:

Freud y Charcot contra los zombies. Pedro Belushi.

En la estación de París me esperaba un enviado de Charcot. Parecía de unos veintitantos años, aunque mostraba una pelada incipiente. Se presentó como doctor Julio Del Cueto, de España, otro extranjero bajo el ala del maestro Charcot.

Camino al castillo de Charcot intenté obtener algo de información extra de mi guía, pero el maestro lo había instruido para que no me diese información alguna. Él mismo quería presentarme el caso tan extraño de histeria que me había relatado en la carta.

Durante los meses que pasé estudiando con él en la Salpêtrière, hace dos años, no me pareció que Charcot fuera uno de esos a quienes asombra más lo raro que lo ordinario, y toda su orientación espiritual me llevó en aquel momento a conjeturar que él no descansa hasta haber descrito de manera correcta, y clasificado, cada fenómeno de que se ocupa.

El caso por el que me había convocado, era extraño, como él mismo lo describió, y sin duda sería importante, al grado de que me había enviado hasta el dinero para viajar de Viena a París.

El carruaje nos dejó justo en la entrada de la magnífica mansión de Charcot. Verla me trajo buenos recuerdos de aquellos tiempos de estudiante, cuando pude visitarla en una velada de sociedad. ¿Qué sería lo que me tenía preparado Charcot, que lo hacía citarme en su casa y no en el hospital?

Del Cueto me llevó por los corredores vacíos hasta el estudio de Charcot, pero él no estaba. Lo recorrí con la mirada, lo recordaba más amplio, o sería que ahora mi casa era un poco más grande que ese estudio. Mientras admiraba una extensa colección de libros de enorme tamaño, entró el maestro Charcot.

Estaba igual que como lo guardaba en mi memoria, sólo que ahora tenía unos 60 años. Era un hombre alto. Medio encorvado, pero vivaz, alegre. Seguía con ese vigor físico y lozanía de espíritu que lo caracterizaban. Tampoco lo había abandonado la larga melena sujeta detrás de las orejas, ahora totalmente cana. Iba perfectamente rasurado.

—Freud, amigo fiel. Le agradezco mucho que haya acudido a mi llamado con tanta premura —me dijo con esos labios carnosos y esas facciones tan expresivas. Nos estrechamos las manos con fuerza.

—Admito, Charcot, que lo que más me apresuró fue la curiosidad, que me carcome desde que leí su carta hace dos semanas. ¿Cuénteme qué tiene de extraordinario este caso del que me habló? —respondí en un francés oxidado.

—Más que contar, se lo voy a mostrar Freud. Sígame —dijo Charcot, pero se detuvo y dio media vuelta—. Qué modales los míos, imagino que ya se habrán presentado —Señaló a mi guía—. Del Cueto es un neurólogo excelente para su edad, hace algunos meses que está trabajando conmigo en este proyecto secreto. Lo conocí gracias a un intercambio de cartas de lo más extraño que ya le iré contando junto con los pormenores del caso.

Incliné mi cabeza hacia Del Cueto en signo de apreciación, y él me devolvió el gesto. Charcot se encaminó nuevamente, y nosotros lo seguimos. Me hizo acordar los tiempos en que paseaba tras él en el Hôpital de la Salpêtrière.

—Freud, la máxima satisfacción que un hombre puede tener es ver algo nuevo, o sea, discernirlo como nuevo. Lo que tenemos aquí es algo extrañísimo que podría traer consecuencias increíblemente benéficas para el ser humano, como también terriblemente nefastas.

Descendimos unas escaleras y entramos en un amplio sótano, poco iluminado, y totalmente inmerso en un olor pútrido que bien podría ser de varias ratas muertas.

—Ya ve usted —me dijo apuntando hacia delante con la mano.

Frente a nosotros había tres mujeres. Dos de edad avanzada en muy mal estado, y una tercera no tan mal, de unos veinte años. Parecían adormiladas, los ojos cerrados. Estaban inmovilizadas en brazos y piernas por anillas de cobre contra un fondo de madera. A cada lado de sus cabezas había un gran imán. Los rostros casi no se podían ver, ya que tenían la boca cubierta por una ancha faja de cuero.

—Acérquese, Freud —me dijo el maestro.

Las mujeres estarían a unos seis pasos de nosotros, hice tres y los retrocedí enseguida del susto. Las tres mujeres despertaron de su letargo y se movilizaron como si estuviesen poseídas, en un estado de histeria increíble.

—¿Qué caso de histeria es este, Charcot?

—Antes de contarle lo que pude descubrir hasta ahora, me gustaría escuchar su opinión sobre lo poco que vio.

Volví a pasear la vista por las mujeres, que ahora me miraban con ojos vidriosos como quien ha pasado mucho hambre y observa una suculenta comida a través de una vidriera.

—Veo que son muy agresivas, y que las está tratando con metaloterapia y magnetoterapia, como para anestesiarlas, imagino. Por eso ese estado letárgico. La agresividad e hiperactividad se podrían tratar con cocaína. Yo mismo ingerí un poco antes de venir, para calmar mis nervios. ¿Son pacientes catapléjicas? ¿Sonámbulas?

—Cerca —respondió Charcot—. El problema aquí, Freud , es que todo en estas mujeres está muerto a excepción del cerebro.

—¿Un caso de anestesia histérica general? Sería una cataplexia, entonces.

—No… están literalmente muertas, Freud. No corre sangre por su cuerpo, ni hay células vivas. Sólo el cerebro se mantiene activo, al menos hasta que se descompone por completo.

Me quedé perplejo. Mire con detenimiento a las supuestas muertas vivas. Si no fuese porque tenían los ojos abiertos y se movían, bien podrían pasar por cadáveres. En dos de ellas se notaban los signos de una descomposición avanzada, ya la piel cuarteada y con coloración verdosa. Y el olor putrefacto que inundaba la habitación era señal de que las bacterias ya habían comenzado a hacer su trabajo. Pero una de las mujeres, la más joven parecía lozana.

Charcot no era un hombre bromista, ni que gustase de tomarle el pero a la gente, pero… lo que me decía era extraño por demás.

—¿Están realmente muertas? —Indagué.

—Técnicamente sí, Freud. El corazón ha dejado de funcionar. Aquellas dos murieron hace una semana, y esta hace dos días. Yo mismo las vi morir en el Hospital. Pero luego las traje aquí, y las froté con aquello que ve allá —señaló un frasco de vidrio— Y volvieron a la vida, o a algo parecido a la vida.

—Charcot, ¿qué es eso? ¿Ha encontrado la forma de engañar a la muerte? ¿La vida eterna?

—Nada de eso, Freud. Es lo que tratamos de elucidar aquí. Cómo puede ser que esto suceda. Tampoco es la fuente de la vida eterna, ya que como ve estas mujeres son altamente agresivas, y no tienen más noción de la realidad que un letárgico o un sonámbulo. Parecen hipnotizadas, ¿no?

Asentí.

—Hace unos meses me trajeron a un hombre en este mismo estado. Tardé en darme cuenta que en realidad estaba muerto. Lo estudié a fondo. Pero el problema es que como las células de su cuerpo han dejado de estar vivas, en él se generan todos los procesos de descomposición de un cadáver, y terminan echándose a perder en un par de semanas. Lo extraño es que por lo general, en un cadáver normal, lo primero que se licúa es el cerebro, en sólo algunos días. Pero en este caso es lo último en descomponerse. Por alguna razón el cerebro sigue vivo, y mientras puede comunicarse a través de los nervios con el resto del cuerpo, lo sigue haciendo hasta que las conexiones nerviosas van desintegrándose.

Hizo una pausa, tomándose el labio inferior, como solía hacer en sus magníficas conferencias.

—Freud. Como le dije, esto lo puedo perpetuar, lo puedo reproducir en diferentes cadáveres, lo que me hizo pensar que estamos ante algún tipo de histeria parecida a la cataplejía. Es una hiperexitabilidad neuromuscular.

—¿Pero en un muerto?

—Hace poco, gracias a Del Cueto —Lo miró y el hombre salió de entre las sombras—, pude leer un estudio escrito por el doctor Watson, de Londres. En él se hablaba de bacterias que mantenían vivo el tejido muerto. Según sus suposiciones lo hacían emitiendo descargas eléctricas imperceptibles. Lo que yo creo es que esas bacterias, si es que existen, lo que hacen es actuar sobre el cerebro como los microbios de la rabia que ha descubierto el gran Pasteur. Pero estas bacterias lo que hacen es sumir al cerebro en una hipnosis que modifica el tejido. Generan un desorden físico en el cerebro capaz de fomentar una histeria más allá de la muerte.

—Pero usted ya ha leído a Bernheim —dije—, y según él todos los fenómenos del hipnotismo tienen un mismo origen, la sugestión. Son un fenómeno psíquico, no tienen como base alteraciones del tejido vivo sino que sólo están en nuestra mente.

—Sí, Freud. Acepto algunos de los postulados de Bernheim. Pero deje que le cuente un poco más de los experimentos que he realizado hasta ahora.

Era difícil concentrarse en lo que decía el maestro, ya que si bien las dos mujeres más achacadas habían cerrados los ojos, la más “joven” no dejaba de mirarme. Parecía de facciones hispanas, con mezcla árabe, con esa larga y tupida cabellera negra que parecía más viva que su dueña.

—Cuando leí el artículo de Watson, intenté probarlo. —Siguió Charcot—. Corrí electricidad por sus cuerpos, y logré darles más vitalidad. Incluso con cobre e imanes. Pero sólo puedo excitar al cerebro. Si usted lo ve, es todo igual que un letárgico. Son insensibles, y esa laxitud… Ya no hay fenómenos psíquicos, sino que tratamos con la parte más elemental del sistema nervioso, la médula espinal, reducida por aislamiento hipnótico al mecanismo básico del reflejo. O se trata del funcionamiento automático de una parte del encéfalo, que ya fue estudiado por psicólogos y fisiólogos y ha recibido el nombre de automatismo cerebral o cerebración inconsciente.

—Pero, Charcot. Estamos hablando de gente muerta. ¿En qué se relaciona con la sugestión de Bernheim?

—La gente no quiere morir, Freud. Cada persona que muere, sufre una fuerte sugestión traumática. En la vida común, esa sugestión no sirve de nada. Pero de algún modo, la sugestión en conjunción con estas bacterias afectan al cerebro, y lo reviven en una hipnosis severa. La agresividad sólo se da hacia personas vivas, entre los muertos vivos no se agreden.

—¿Usted quiere decir que nos agreden porque estamos vivos?

—Algo así.

Pensé unos segundos, sintiendo la presión de los grandes ojos vivos de Charcot y los ojos muertos de la joven morocha. Mi intento de hacerme famoso con la cocaína había fallado, aquí podríamos tener algo que nos daría fama mundial.

—Charcot, esto que tiene aquí puede ser muy grande. ¿No pudo devolver a estos muertos vivos a un estado de vigilia? ¿Siempre permanecen en ese estado letárgico de hipnosis?

—Sí. No vuelven, y es sólo el cerebro el que permanece vivo. Incluso… —Lo miró a Del Cueto—. Ellos, los muertos vivos, buscan también cerebros, vivos, o sea vivos de verdad. Por eso la agresividad, quieren atacar a los vivos y comerles el cerebro.

Mi expresión de asco y perplejidad debe haber sido marcada, porque tanto Charcot como Del Cueto sonrieron al verme. Del Cueto tomó la palabra.

—Con el maestro hemos experimentado, incluso, con la idea del fluido universal magnético de Mesmer, pero nos inclinamos por una bacteria que pueda causar esto. Incluso el gran descubridor de que la hipnosis es un sueño lúcido, el abate Faría, decía que una extracción de sangre importante podría volver sonámbulo, o sea hipnotizado, a cualquiera. O sea que esas bacterias pueden llegar a causar este estado letárgico.

Miré a Charcot y este asintió, aprobando lo dicho por su discípulo.

—Usted sabe —dije—, que yo me inclino por que la hipnosis es únicamente un estado psíquico, sin que afecte de forma física a ninguna parte del cuerpo. Pero creo que usted ha encontrado finalmente la prueba que necesitaba para contradecir los postulados de Bernheim. Aunque en realidad no estamos seguros de que esto sea una hipnosis, tal vez esas bacterias actúan de otro modo. ¿Usted llegó a ver a las bacterias?

—No —respondió Charcot, con sequedad—. Hemos estado llevando a cabo este estudio en el más profundo secreto con Del Cueto, nadie puede enterarse de esto, Freud.

—Pero podríamos ir a ver al gran Pasteur, que si bien ya está retirado, su sabiduría es inmensa con respecto a los microbios. Si descubrió una vacuna contra la rabia, podrá descubrir cómo revertir este estado letárgico o hipnótico de sus muertos vivos, Charcot. Esto podría…

—No podemos, Freud. No puedo decidir sobre esto. El experimento me ha sido encargado por alguien, quien me trajo los primeros casos, y me pidió secreto absoluto.

En ese momento se escucharon pasos por la escalera que conducía al sótano. Entró un hombre de bigote largo y barba bien cuidada. Tendría unos sesenta años, como Charcot.

—¿Quién es este hombre? —dijo el recién llegado, señalándome.

Charcot se adelantó y apoyó una mano sobre mi hombro.

—Este hombre es Sigmund Freud.

El recién llegado pareció tranquilizarse. Luego me enteré que había leído mi estudio sobre la cocaína, y le había ayudado a dejar su adicción a la morfina.

—Charcot, esto tiene que terminar ya —dijo el hombre—. Fui elegido concejal de Amiens, y planeo tener ahora una vida tranquila, preocupándome únicamente por mi ciudad. Quiero que estos experimentos se terminen, y yo sea desvinculado por completo de ellos. No voy a ver arruinada mi carrera literaria y política por esto —señaló a las mujeres.

Charcot me miró.

—Freud, este hombre es…

—No, nada de nombres —dijo. Sacó un revólver del bolsillo de su casaca y acto seguido se acercó a las muertas vivas y les dio un tiro en la cabeza a cada una. Las mujeres parecieron morir, por segunda vez. El hombre de bigote volvió a guardar el arma, y miró a Charcot directo a los ojos.

Freud y Charcot contra los zombies. Pedro Belushi. —La Sociedad Científica Argentina me ha enviado un telegrama, Charcot. Aquí lo tiene —se lo entregó en mano—. Son una serie de medidas que hay que tomar para que esta maldición de los muertos vivos no se expanda. Demandaron que terminemos de inmediato con los experimentos.

De todo lo que sucedió después no debería escribir nada, ni tampoco lo que ya he escrito. Me pidieron que guardase secreto total. Pero esto debe saberse.

El hombre que no quería ser nombrado era nada menos que Julio Verne, el gran escritor de los viajes extraordinarios. No pude saber cómo, ni cuándo, pero él fue quien había descubierto la acción de esa carne putrefacta que había dentro del frasco de vidrio. Acudió a Charcot para que lo ayudase a devolverle la vitalidad y le quitase la agresividad a su sobrino, que había caído en ese estado.

No pude saber qué tenía que ver la Sociedad Científica Argentina en todo esto, ni el contenido del telegrama, ni tampoco por qué ellos podían hacer demandas al gran Charcot y a uno de los escritores más famosos del mundo. Pero me di cuenta que de esto no podría sacar nada, ni fama, ni conocimientos. Esa sociedad argentina me había quitado todo de cuajo.

Eso no fue lo peor, ya que me obligaron a bañarme desnudo allí mismo en el sótano, y así lo hicieron ellos tres también. Luego llevaron los cuerpos de las tres mujeres a una caldera que había al fondo del sótano. Del Cueto, tuvo que limpiar todo el sótano siguiendo los procedimientos antisépticos de Lister, con ácido fénico.

Charcot me pidió y Verne me ordenó, que no hablase con nadie, ni escribiese sobre este tema, del que no llegué a comprende su magnitud hasta que, ya de vuelta en mi hogar, unos pocos días luego del suceso, me llegó una carta con membrete de la Sociedad Científica Argentina.

Iba escrita en perfecto alemán, y estaba firmada por “El Gestor de la SCA”. En ella me contaron muchos pormenores sobre los orígenes de esto que Charcot había estado investigando. Provenía de la Patagonia, y no se sabía a ciencia cierta qué era. Por eso la sociedad argentina, al parecer, estaba tratando de investigarlo a través de diferentes sabios mundiales. Charcot no había aportado nada interesante, según me decían, por lo cual habían cerrado su investigación.

Me decían que volverían a contactarse conmigo, pero hasta la fecha no he recibido nada de ellos más que un pedido imperioso de silencio. Tampoco creo que vuelvan a contactarse. Sin embargo quiero dejar constancia de esto que he vivido, y se lo envío a usted Fliess porque es mi persona de confianza en este momento. Sinceramente temo que algo pueda llegar a ocurrirme por lo que pude averiguar que ocurrió en Londres con Sherlock Holmes y en Arkham, en la Universidad de Miskatonic. Sinceramente suyo, Freud.

Diciembre, 1888.

FIN

Conspiración Zombie

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sábado, 11 de julio de 2009

Lovecraft contra los zombies: segunda parte

Continuación de Lovecraft contra los zombies

El día 5 de junio recibimos un telegrama desde Buenos Aires a nombre de Howard Armitage diciendo: “Tragedia. Han muerto todos menos Izgatott y yo. Estamos volviendo en esta misma fecha”. Un mes más tarde llegaron los dos a Arkham, totalmente de incógnito. Casi con vergüenza. Se entrevistaron con el decano de la Universidad, y se resolvió que los resultados de la expedición se mantendrían en secreto. Incluso desaparecieron todas las publicaciones de la Universidad que habían mencionado la partida.

Recién al día siguiente, en la noche del seis de julio pude hablar personalmente con ellos. Me hicieron llegar una nota a mis aposentos, a manos del cuidador nocturno, Phillip Misfortune. En ella decía que nos encontraríamos en la biblioteca. Phillip me acompañó, y permaneció en la primera planta, ya que no se suponía que estuviésemos dando vueltas por la universidad de noche.

La iluminación eléctrica de la biblioteca era defectuosa. Subí hasta la tercera planta, a la oficina de Howard. Allí vi a mis amigos demacrados. Mi querido compañero Zavar había envejecido diez años, presentaba canas en la cabellera que nunca le había visto. Howard estaba encorvado, parecía un luchador romano derrotado a punto de recibir el golpe final.

—¿Qué ocurrió? —pregunté al tiempo que cerraba la puerta.

Howard fue detrás del escritorio, y se dejó caer sobre el asiento. Miré a Zavar, él esquivó la mirada. Zavar Izgatott, el que andaba siempre erguido, y miraba a los ojos de una forma que denotaba altura y liderazgo, ahora estaba derrotado. Misfortune, el cuidador de sesenta años que esperaba abajo, tenía mejor porte que él. Me entristeció, y se debió notar, por lo que dijo Howard.

—Forsker, ni se imagina usted lo que hemos visto —apenas dijo, y pareció quedarse sin palabras. Sin saber cómo decir todo lo que guardaba dentro.

—Armitage, será mejor que se lo mostremos —Agregó Zavar—. Antes de que el decano lo encierre para siempre.

Sin responder a mis ruegos de que me contaran que era lo que íbamos a ver, descendimos hasta la primera planta de la biblioteca, y allí reclutamos a Misfortune, para que nos abriese el depósito de reencuadernación del sótano.

Sobre una de las mesas había una pequeña caja de madera. Tenía manchas oscuras a cada costado. Zavar se acercó y abrió la tapa. Misfortune miraba desde fuera con curiosidad, así que Howard cerró la puerta.

—Esto, Forsker, no debes hablarlo con nadie —Me dijo Howard—. Debemos tener un pacto de secreto sobre la expedición y sobre esto que hemos traído. No puedes mencionarlo en tus estudios.

Yo miraba la caja como perro hambriento, así que Zavar me sacudió.

—Galning, amigo —me dijo, sin soltar mi hombro—. Esto es de vital importancia. Por favor. Nadie en el mundo debe conocer esto, y debemos hacer todo lo posible para que nuestros colegas de Argentina también respeten el secreto.

—¿Qué secreto? Sí, juro no hablar sobre el tema. Por favor, ya cuéntenme de una buena vez qué ha ocurrido y qué es eso.

Me acerqué a la caja. Zavar me señalaba el interior. Allí no vi más que un frasco de vidrio con algo dentro. Mi amigo se colocó un guante de cuero en la mano, y tomó el frasco. A la luz pude ver que se trataba de un trozo de carne, tal vez carne reseca.

pedro belushi

—¿Qué es?

—No lo sabemos —respondió Howard, y habré puesto alguna mueca extraña, porque dijo—: Lo que sí sabemos es lo que esto hace.

Levanté los hombros.

—Colegas, por favor. Así nos pasaremos toda la noche sin poder comunicarnos. Va a ser mejor que venzan sus reticencias y me cuenten de una vez qué ha ocurrido. ¿Han podido llegar hasta la isla?

—No —respondió Zavar, pero fue Howard quien tomó la posta:

—Un inglés nos llevó hasta la orilla del lago. Y nos mostró exactamente esto. Tenía dos frascos, uno se lo llevó consigo cuando escapó. No sabemos nada de su paradero, pero suponemos…

—Caballeros, si no van por orden, no comprenderé nada. ¿Un inglés? ¿Qué hacía allí en el medio de la zona hispánica?

—La Patagonia es cualquier cosa menos una zona con nacionalidad —Siguió Howard—. El inglés nos dijo que eso que hay allí dentro —Señaló el frasco—, son muestras de trozos de carne que los indígenas de la zona descubrieron en la isla… en unas ruinas.

—¡Lo sabía! —dije entusiasmado, en aquél momento sólo pensaba en mis teorías sobre los primigenios.

—Sí, al parecer en la isla hay ruinas, pero no llegamos a verlas —dijo, Howard, y miró a Zavar, que se había sentado, y no apartaba la vista del suelo—. Y por lo que sabemos, nadie las volverá a ver nunca. Hemos pactado con la Sociedad Científica Argentina que sean ocultadas para siempre. Si llega a repetirse lo que ocurrió a escala más grande… No, sabemos qué puede ser de nuestro mundo.

—¿Sociedad Argentina?

—Eso que ve allí, Forsker —siguió Howard—, parece ser la carne de alguna criatura. Según los indígenas, estaba dentro de un cofre metálico que les costó muchos días abrir.

Me miraron, esperando que yo sólo hiciera la asociación. No me llevó más que algunos segundos.

—El Ehiztari —dije—. ¡Las leyendas son reales!

Se confirmaba lo que yo había podido armar a fuerza de unir detalles de mitos de diversas partes del mundo. Mi rompecabezas sobre los primigenios. Era la carne del terrible Ehiztari, el cazador. La criatura que había sido la perdición de los primigenios, en la eterna lucha que llevaron a cabo los dos bandos, los basoan y medialdeko. En aquel momento sólo quise ir a ver esas ruinas, sólo pensé en poder confirmar mis suposiciones, poder probar al mundo que no se trataba de historias que se repetían una y otra vez en la mitología mundial en vano. Pero Howard me llevó a la realidad.

—Esa carne puede revivir a los muertos, Forsker. Los convierte en muertos vivos. Muertos caminantes. Vimos volver a la vida a los sesenta y seis pehuenches masacrados por los soldados argentinos.

Necesité unos segundos para asimilar lo que me acababa de decir. Yo había entrevisto en las leyendas, que las guerras entre los basoan y los medialdeko se habían peleado con tácticas de necromancia. Así habían convocado por error al Ehiztari, quien reanimaba los cuerpos muertos de sus víctimas, para que lo ayudaran en su cacería. Pero él cazaba tanto a basoan como a medialdeko, a todos los primigenios. Pero una cosa era verlo en las leyendas, y otra que mis amigos lo hubiesen vivido.

—Tenemos que probar esto —dije, tomando el frasco—, ¡podríamos comprobar todo lo que se ha dicho en leyendas sobre los primigenios!

—¡Está loco! —dijo Howard e intentó arrebatarme el frasco, pero yo lo esquivé—. Forsker, deje eso en su lugar. Usted no ha visto lo que le hace a los hombres.

—Pero podríamos probarlo en algún animal, en una rata o un gato.

—Forsker, deje eso ahí —seguía repitiendo Armitage.

—Galning, por favor, deja eso en la caja para que podamos seguir hablando —me dijo Zavar, al tiempo que se ponía de pie.

—Vamos, ¿me van a decir que no tienen curiosidad sobre cómo actúa este compuesto? Podríamos probar lo avanzada que estaba la ciencia hace millones de años, cuando los primigenios rondaban nuestro planeta.

—¡No necesitamos pruebas! —gritó Armitage—, lo vimos con nuestros ojos, Forsker. Deje eso ahí, por… por… agg.

Howard se tomó el brazo izquierdo, y le costaba respirar. Dejé el frasco en la mesa, y llegamos a tiempo con Zavar para atajarlo antes que cayera al suelo.

—Howard, ¿qué pasa?

—El corazón… —llegó a decir.

—¡Phillip! —gritó Zavar, y el cuidador entró como tromba, seguramente curioso por saber qué estaba sucediendo con tantos gritos.

Levantamos a Armitage entre los tres y lo recostamos en una de las mesas de encuadernación. Pero nomás apoyarlo salieron unos extraños ruidos de su boca, y dejó de respirar. Intentamos reanimarlo moviéndolo, y con golpes en el rosto, pero nada. Yo no tuve problema en apoyar mi oreja sobre su pecho. Estaba en silencio, inactivo. Howard Armitage había muerto de un ataque al corazón, y todo había sido mi culpa.

—¿Está muerto? —preguntó Misfortune. Tanto Zavar como yo asentimos con la cabeza.

Me senté en una silla cercana. No podía creer lo que había hecho por pecar de sobre entusiasmo. Zavar no despegaba los ojos de Howard, con el rostro entre triste y sorprendido.

—¿Qué vamos a hacer, llamo a un médico? —dijo el cuidador.

Zavar me miró, y luego a Misfortune. Comprendí que quería decir algo que el cuidador no debía escuchar.

—Philip, ¿puede esperarnos afuera unos minutos? —le pedí. El cuidador, que se había quitado el gorro, retrocedió marcha atrás hasta salir de la habitación. Cerré la puerta tras él.

—Galning… esto es terrible.

—Lo sé, era un buen hombre. Fue todo mi culpa. No tendré problema en admitirlo, si…

—No —me interrumpió—, no comprendes. Tengo miedo. Hay que atarlo.

—¿Para qué?

Zavar me tomó por los hombros y me sacudió.

—Galning, no entiendes todavía por lo que hemos pasado. Esto es un desastre. Puede ser que estemos infectados. Los científicos argentinos creen que… Esto… Podríamos tener encima lo que sea que ese Ehiztari haya esparcido. Esa carne —me soltó y señaló el frasco—. Galning, ¿no comprendes?

—¿Estamos hablando de bacterias, Zavar? ¿Crees que se trata de una enfermedad?

—Los científicos argentinos le han dado una explicación científica y racional al problema, lo han alejado de la magia de las leyendas, de la necromancia. Es pura ciencia, Galning. Y si los indígenas no se han podido sacar de encima esta enfermedad, ¿entonces como sé que nosotros no la tenemos?

—Pero, por lo que entendí sólo afecta a los muertos.

Ambos clavamos la mirada en el cuerpo sin vida de Armitage.

—Lo llamo a Philip —dijo Zavar—. Debemos asegurar a Howard, por las dudas que vaya a despertar.

—¿Qué sucedería si despertase? ¿Cómo despertaron esos indígenas?

—No quieres saberlo, Galning.

—¡Vamos! Ya tuvimos suficiente oscurantismo, por culpa de esto es que me he sobre entusiasmado y he causado la muerte de Howard. Ya dime lo que ha sucedido.

—No se despiertan como seres humanos. Apenas si parecen conservar un atisbo de vida, y ese atisbo es sólo la sensación de hambre. Se volvieron caníbales, ¡atacaban a los soldados! Hubo que hacer una gran hoguera con todos ellos, y con los soldados muertos. Sólo el fuego o un disparo a la cabeza los mataba para siempre.

—Tienen que ser bacterias que trabajan en el cerebro.

—¡Philip! —gritó mi amigo. El cuidador entró, tenía el rostro blanco. Algo había escuchado, sin duda—. Ayúdanos a… a cubrir al doctor Armitage.

Permanecí a un lado de la puerta mientras Philip buscaba una lona fuera. Cuando entró, Zavar lo ayudó a desplegar la lona, que soltó una gran polvareda. Entre la nube de tierra vi cómo los ojos de Armitage se abrían, y su rostro se giraba mirando la mano del cuidador que se acercaba a él con una punta de la lona. Mi boca no obedeció, permanecí duro sin poder hacer nada. El terror se había apoderado de mí.

Vi cómo el que había sido uno de los hombres más sabios de la nación, estiraba su cuello y mordía de forma salvaje la mano de Misfortune. Tan fuerte que a pesar de que el cuidador la retiró enseguida, un trozo de carne quedó entre los dientes del cadáver de Armitage, quien lo masticó y tragó.

—¡Galning! ¡Ayúdame! —gritó Zavar. Philip daba alaridos de dolor y se había replegado contra la pared cercana a la puerta.

Logré destrabarme y corrí a tomar la lona, pero no pudimos sujetar a Howard que, a pesar de estar muerto, seguía teniendo fuerza. Vi cómo Zavar desesperaba mirando para todos lados, buscando algo con qué atacar a Armitage. Yo no supe que hacer, y me replegué junto a Philip.

Armitaje parecía tener ojos sólo para el cuidador, miraba fijo su mano. No coordinaba bien los miembros, por lo que cayó al suelo al intentar bajar de la mesa. Aproveché para patearlo, pero casi me atrapa la pierna, así que me alejé y el cadáver viviente se levantó de a poco. Zavar estaba en la otra punta del cuarto, buscando algo.

Philip no dejaba de gritar, pero estaba petrificado al lado mío. El muerto vivo estaba apenas a tres pasos nuestro, y los sorteó de una forma espasmódica que nos aterrorizó más todavía. Caminaba con la boca abierta, gimiendo. Estiró los brazos intentando tomarnos, y allí fue que junté fuerzas y corrí a la otra punta del cuarto. Philip no hizo a tiempo y lo que había sido Howard lo atrapó y le mordió el cuello repetidas veces. Luego de la última, salió un chorro de sangre por un costado de la boca del gran bibliotecario.

Entonces vi que Zavar cruzó corriendo el cuarto, pensé que huiría por la puerta que estaba junto al caníbal, pero llevaba una larga cuchilla de encuadernador en las manos, que incrustó en el cráneo de Armitage casi hasta la altura de los ojos.

Yo junté valor, y tomé al muerto vivo de la ropa y lo revolé contra el suelo. Parecía estar… agonizando. Zavar retiró la cuchilla con dificultad, y la volvió a incrustar en el cráneo, esta vez casi cortándolo a la mitad. Armitage dejó de moverse.

Tanto Zavar y yo estábamos tan absortos con el espectáculo de un muerto muriendo por segunda vez, que nos olvidamos de Philip. Cuando lo recordé vi que estaba en el suelo, desangrándose, pero inmóvil.

Nos acercamos y notamos que el pobre cuidador había muerto. Sin siquiera meditarlo, Zavar tomó la cuchilla de la cabeza de Armitage, y la clavó por tres veces en el calvo cráneo de Philip Misfortune. No pude evitar reflexionar sobre lo acorde de su apellido, cuando sólo una desgracia había hecho que este pobre hombre estuviese aquí, y no en la garita que deba al patio de la universidad.

Mi amigo lucía como un soldado que ha pasado días enteros en el campo de batalla. La lujuria se reflejaba en sus ojos, que no parecían mirar a nada, sino hacia dentro.

—¿Qué vamos a hacer, Zavar?

No me respondió. Soltó la cuchilla, todavía clavada en el cráneo del cuidador. Se miró las manos ensangrentadas, y retrocedió dos pasos. Negaba con la cabeza, pero nada decía.

—Zavar, tenemos que hacer algo. Llamar a la policía, al decano, a alguien.

Mi amigo continuaba mirando fijo al cuidador, mientras negaba con la cabeza. Me acerqué y lo sacudí por los hombros.

—Esto… Galning. Es un desastre —dijo—. Yo… pasamos por el cementerio de camino hacia aquí, mira si… estas bacterias o enfermedad o lo que sea, no sabemos cómo actúa. ¿Y si se levantan los muertos? —dijo al tiempo que me miraba fijo a los ojos.

—Creo que debemos llamar al decano.

Zavar asintió.

Entre los dos apilamos los dos cuerpos junto a una de las mesas. Tomamos el juego de llaves de Philip, y cerramos el cuarto de encuadernación. Acordamos en que Zavar esperaría en la puerta de la biblioteca mientras yo iba a buscar al decano. Pero cuando volvimos, él ya no estaba. Nunca más volví a ver a mi amigo Zavar Izgatott.

El decano no pareció horrorizarse al ver a los dos cuerpos, incluso retiró la cuchilla del cráneo de Misfortune sin mostrar asco.

—Hoy me llegó un telegrama —dijo mientras depositaba la cuchilla ensangrentada sobre una mesa—. Es de la Sociedad Científica Argentina. Debe haberles costado una fortuna, ya que son dos páginas con instrucciones para lidiar con quienes estuvieron en la expedición, y con lo que han traído de la Patagonia.

Me miró fijo, me tomó por un hombro y me sacó de la habitación. Luego cerró con llave.

—Aquí no ha pasado nada, Forsker. Jamás podrá hablar de esto en ni en público, ni en privado. ¿Entendió? —yo asentí—. No sé si se da cuenta que la humanidad entera podría perecer si este mal del Ehiztari se esparce. Al parecer es una enfermedad infecciosa. Y hay que lidiar como con la peste. Deberemos quemar todo, y nosotros mismos quemar nuestras ropas, y darnos un baño profundo. Pero me refiero a bien profundo. Debo verlo con mis propios ojos, Forsker.

—¿Y Zavar?

—Yo me encargaré de buscarlo y limpiarlo. No se preocupe, usted vuelva a sus primigenios, y olvídese de lo que ha sucedido hoy aquí.

Asentí. Pero como el lector se habrá dado cuenta, no cumplí mi promesa y lo he dejado por escrito. No lo haré público nunca, pero un día alguien llegará hasta aquí buscando respuestas, y espero que las encuentre.

Así termina todo. No escribió nunca nada más sobre el tema, y en sus libros ni siquiera menciona a la Patagonia. Mis averiguaciones sobre el papel de la Sociedad Científica Argentina y sobre la malhadada Expedición a la Patagonia serán material de otro capítulo. El único cabo suelto, Zavar Izgatott, no creo que lo haya sido por mucho tiempo. No se supo nunca nada de él, pero con los antecedentes del Decano de la Universidad de Miskatonic, no dudo que lo haya encontrado y silenciado para siempre.

El cementerio de Arkham fue totalmente removido en ese año de 1888, según pude descubrir. Y entre los pacientes del Asilo mental de la ciudad, ese año entró uno sin nombre. Murió pocos meses después, y su cuerpo fue donado a la Universidad de Miskatonic para experimentos. Sin duda debe haber sido el pobre Izgatott. Sobre el Decano mucho no puedo decir, ni siquiera su nombre, porque sus manos son largas y fuertes, no es hombre con el que uno pueda meterse, por más que haya muerto ya hace dieciocho años.

FIN

(Recopilado en Conspiración Zombie por Martín Cagliani)

1888

Para saber de qué trata la peligrosa Conspiración Zombie, entra a ver todos los cuentos del proyecto más maligno y ambicioso de la historia. Índice de la Conspiración Zombie.